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Columna
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El periodista a palos

Antes de que la información se hiciera ciencia y plural por decreto, antes de que la Facultad de Ciencias de la Información repartiera títulos de licenciados y doctores con notable desparpajo, el periodismo era un oficio que se aprendía oficialmente en la Escuela Oficial de Periodismo, o bajo su tutela en otras escuelas e institutos avalados por el Ministerio de Información y Turismo, fuera de la cobertura del Ministerio de Educación y del ámbito universitario.

El alejamiento era orgánico y también físico; la escuela oficial, central y centralista, se ubicaba en la parte trasera del edificio ministerial, un ciclópeo búnker construido en la flamante avenida del Generalísimo. Cuando a la muerte del superlativo general la información y el turismo se divorciaron definitivamente, el edificio cumpliría por fin la función específica para la que había sido diseñado al convertirse en la sede ideal del Ministerio de Defensa.

La otra escuela madrileña funcionaba bajo los piadosos auspicios de la Asociación de Propagandistas Católicos, editores del diario Ya y discípulos del cardenal Herrera Oria, apostólico pionero de los medios de comunicación al servicio de la verdadera fe y de los intereses específicos de su iglesia, tanto monta, monta tanto.

La escuela de la Iglesia estaba más cerca físicamente de la universidad, enclavada en la zona de los colegios mayores, y al impartir sus clases por la tarde acogía a estudiantes de otras carreras universitarias que elegían periodismo como complemento. Esta doble proximidad permitía a los alumnos eclesiales un mayor contacto con las incidencias del campus, sobre todo con las incidencias extraacadémicas, manifestaciones, encierros, asambleas y otras actividades clandestinas reivindicativas o simplemente culturales, porque pensaban, y pensaban bien, los policías de oficio o de vocación del régimen, que cualquier tipo de cultura que no viniera auspiciada por ellos era sospechosa de flagrante antifranquismo, subversiva y disolvente.

La policía nunca entró manu militari en la escuela de la Iglesia; a la presunta inviolabilidad del recinto universitario, la escuela sumaba el antiguo privilegio eclesiástico del derecho de asilo. Dos fueros que, por supuesto, pisoteaban por separado o conjuntamente cuando les venía en gana los pretorianos de la dictadura.

La policía, los grises de entonces, violaban la inviolabilidad universitaria con cierta frecuencia, pero sus incursiones con fractura, de puertas y cabezas, en las facultades aún causaban cierto escándalo, casi siempre farisaico en los sectores 'aperturistas' del régimen, que jugaban a nadar y guardar la ropa para ponerse a salvo del inevitable y pronto naufragio del Estado del 18 de julio, al que no le tardaría mucho en llegar su 20 de noviembre.

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La policía, los azules de hoy, entraron hace unos días en la Facultad de Ciencias de la Información, convocados por la autoridad académica y con el beneplácito y los plácemes, se supone, del delegado del Gobierno, al que le encantan las demostraciones de fuerza, bruta, que refrendan sus poderes. Si podemos arreglar las cosas con una buena carga, ¿para qué perder el tiempo tratando de llegar a una solución negociada? Dadle un punto de apoyo, un simple golpe de teléfono, y el camarada Ansuátegui disolverá de golpe y porrazo cualquier grumo, cualquier nódulo de rebeldía.

Parece ser que el decanato de Ciencias de la Información solicitó la mediación de los antidisturbios invocando la defensa de un principio fundamental que está por encima de cualquier otro principio, el de la propiedad privada, contra la que atentaron los estudiantes al okupar un laboratorio desocupado y obsoleto para transformarlo en un aula libre, libre entre otras cosas del no menos sagrado principio de la autoridad, académica, por supuesto.

A la hora de informar sobre unos hechos provocados por ellos y acaecidos delante de sus narices, los científicos decanos de la información erraron en la forma y hasta el fondo. La facultad no es propiedad privada, sino pública, y sus estudiantes, copropietarios y arrendatarios de ella tanto o más que sus profesores, decanos y gestores, que acaban de dar una lección magistral de desinformación a sus díscolos pupilos.

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