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Tribuna
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Las elecciones vascas y el espíritu de la transición

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

Hace sólo unas semanas, el sociólogo vasco Javier Elzo -presidente del Fórum Deusto- decía en Televisión Española que el País Vasco se encuentra en una situación casi 'pre-bélica'. A primera vista podría parecer exagerado o incluso alarmista este diagnóstico. Pero no faltan factores que lo abonan: no sólo los continuos atentados de ETA y las diversas formas de violencia, sino también las graves escisiones de fondo existentes entre plataformas, grupos y partidos políticos vascos, la polarización creciente de actitudes en posiciones antagónicas inconciliables, la radicalización del conflicto y la práctica imposibilidad de encontrar ámbitos mínimos de consenso.

En el País Vasco, el sistema democrático está degradado en muchos aspectos. Nadie podría negar este aserto con fundamento. Algunas libertades públicas y ciertos derechos fundamentales de las personas no se reconocen en la práctica suficientemente. El fenómeno del terrorismo es un cáncer con metástasis en centros vitales del sistema democrático. No sólo siega, sin juicio y sin apelación, la vida de los adversarios políticos, sino que a través del miedo contamina el libre ejercicio de derechos políticos esenciales: entre ellos, la libertad de expresión, el derecho a la libre participación en las instituciones, la libertad de fijación del domicilio en el País Vasco, el ejercicio tranquilo y secreto del sufragio y, lo que es más grave: está dificultando el reconocimiento paladino de la gravedad de la situación. Así, ante el informe del comisario europeo para los Derechos Humanos del Consejo de Europa, Álvaro Gil-Robles, la reacción de no pocos sectores gubernamentales vascos ha sido paralela a la del Gobierno de Franco cuando en los años sesenta una comisión internacional de juristas de Ginebra informó sobre las carencias en esta materia del sistema político de entonces: negar con vehemente indignación el acierto del informe y acusarle de parcial, insuficiente y todo lo demás.

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Las elecciones vascas del 13 de mayo próximo podrían ser una buena ocasión para drenar tensiones, rebajar el déficit democrático existente y poner las bases para un orden de convivencia aceptable para todos. Es claro que la tarea no es fácil. Y el gran peligro, tras esta convocatoria, es que el resultado sea de bloqueo, de callejón sin salida, de que nada se ha movido, de frustración en suma. Para evitar esto ayudaría mucho resucitar lo más posible el espíritu que presidió la transición española entre los años 1976 a 1978. Espíritu de concordia, de consenso, de cambio sustancial pero gradual, de integración amplia de fuerzas políticas en el sistema, de generosidad y de audacia.

Es muy preocupante, por ello, que las fuerzas políticas democráticas del País Vasco -las que tendrían que crear el clima de entendimiento a partir del día 14 de mayo- entren en una escalada de descalificaciones y de demonización recíproca. Esto sucede cuando se dice que todos los nacionalistas vascos son iguales, iguales entre sí e iguales a EH, que a su vez es lo mismo que HB y equivale a ETA; o que los socialistas vascos son lo mismo que los populares y que éstos son sencillamente franquistas. Si fuera verdad todo esto, el diagnóstico de la situación como 'pre-bélica' se habría quedado corto. Y de poco servirían las elecciones y la misma actividad política.

La política debería servir para discernir y las elecciones democráticas tendrían que ser un medio de expresar, pero también superar, el conflicto. Un buen discernimiento político debería poder trasladar a la opinión pública vasca que Jaime Mayor Oreja -pese al estereotipo que se pretende crear en su contra- es un político vasco centrista y moderado, antiguo militante de UCD, y que quizá en virtud de sus recientes responsabilidades al frente del Ministerio del Interior pueda tener autoridad -con apoyo electoral suficiente- para dar pasos sustanciales en la línea de la pacificación y la normalización de la convivencia; una atenta observación de la realidad podría llevar a esa misma opinión pública al convencimiento de que en el seno del nacionalismo vasco ha habido y hay diferencias notables. Para comprobar ello basta comparar cuál ha sido la política desarrollada por Ibarretxe en los últimos años a raíz del fracasado pacto con EH y cuál fue la de Ardanza en pacto fructífero con los socialistas durante la mayor parte de su mandato de catorce años como lehendakari. Basta también haber escuchado la importante conferencia de Ardanza en Madrid el pasado 3 de abril en la Real Academia de la Historia y sus propuestas constructivas de 'políticas transversales' en las que puedan coincidir 'nacionalistas' y 'constitucionalistas'.

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La transición española a la democracia fue -según la mayoría de los observadores- un éxito, incluso exportable a otras latitudes. Podría ser aplicable al País Vasco. El espíritu de la transición se apoyó sobre un propósito indudable de reconciliación; generó una amplia amnistía, plasmó una Constitución en la que se reconocían los derechos fundamentales y libertades públicas y en donde todas las personas y todas las posiciones ideológicas tenían cabida. Para el País Vasco estableció un Estatuto de Autonomía ampliamente respaldado en las urnas.

Es cierto que el País Vasco está viviendo en veinte años de forma concentrada y acumulada experiencias que se escalonaron en España a lo largo de más de un siglo: crisis de identidad colectiva al estilo de aquel desgarrado ¿Qué es España? que surge del 98; vacíos simbólicos tras una secularización acelerada; exaltación nacionalista; pulsiones totalitarias irrefrenables con recurso a la violencia; todo ello frente a un proceso también acelerado y hasta espectacular de modernización, de desarrollo económico y de apertura a la globalización. Es cierto también que en esos veinte años largos se han cometido errores -sin falsas equidistancias- por parte de unos y de otros.

Pero, frente a todo ello, recuperar el espíritu de la transición a través de los votos podría ser un elemento fundamental para terminar con la violencia, suturar escisiones en la sociedad vasca, superar la peligrosa polarización existente hoy, encauzar el conflicto y, en fin, empezar a caminar por la vía de la libertad y de la paz.

José Antonio Ortega Díaz-Ambrona fue ministro de Educación en Gobiernos de UCD.

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