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Columna
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Manual de antropología vasca

A lo largo del año a veces pasa, pero cuando se acercan las elecciones el hecho se repite de punta a punta del país: que llama un periodista. Llama de Madrid, de Barcelona, de Londres, de Sidney o de Marte. Se interesa por los vascos. Y precisamente ésa es una de las ventajas de ser intelectual vasco: que sin salir de casa se conoce a mucha gente. El periodista de Barcelona, de Sidney o de Marte pregunta al intelectual (al escritor, al catedrático, al sociólogo, al periodista, al autor teatral) acerca del problema vasco. El periodista, extranjero o extraterrestre, viene con micrófono, o con bolígrafo, o con equipo de grabación de imagen y sonido. Todo esto encanta al intelectual vasco al que, por fin, se empieza a hacer justicia.

El intelectual vasco cree que empieza a hacérsele justicia a él, claro. Pero se trata de un juego de espejos. Todo el interés de lo que dice no surge de sus novelas, de sus estudios sociológicos o históricos, de sus piezas teatrales o de sus experimentos de genética comparada. Todo el interés parte de que es vasco y de que, en consecuencia, el mundo está dispuesto a oírle, porque quiere de una vez desentrañar en qué puñetas consiste este problema.

En esas ocasiones, lógicamente, el intelectual vasco pone gesto serio y procede. Traza análisis comparativos con las guerras carlistas, habla del caserío como unidad económica autónoma y diferenciada, alude a la crisis del régimen foral, al urbanismo desordenado del tardofranquismo, al aislamiento lingüístico del euskera. En fin, que trata de explicar lo que pasa, a menudo en función de su propia especialidad, como Dios le da a entender.

El intelectual vasco se ha convertido en un personaje conmovedor. Poeta o periodista, historiador de las ideas políticas, traductor o político de la transición, amenazado por ETA o moderadamente nacionalista, universitario o profesional independiente, alto o bajo, guapo o feo, honrado o secretamente canalla, tarde o temprano recibe las luces de los focos y se ve obligado a hablar. Es entonces cuando pronuncia: Arzalluz, Cánovas, Zumalacárregui; es entonces cuando surge de su boca: txalaparta, caserío, iglesia vasca; es entonces cuando apura: matxinada, ikurriña, Lizarra, crómlech de Oteiza.

El periodista extranjero, por su parte, puede ser un informador generalista (lo cual es un eufemismo para decir que no entiende absolutamente nada) o bien está consagrado, casi en exclusiva, a escribir acerca del problema vasco, su pan de cada día. Estos últimos exigen tratamientos monográficos. Inquieren al intelectual del siguiente modo: háblanos del problema vasco desde la perspectiva literaria, deportiva o pesquera; define la disparidad sociocultural entre la Rioja Alavesa y el Goierri; cuáles son las diferencias morfológicas entre el euskera vizcaíno y el del valle del Roncal; cómo afectó al país la industrialización franquista; qué forma adopta el problema según territorios históricos. El intelectual vasco, ante semejantes refinamientos conceptuales, se defiende.

De vez en cuando el periodista extranjero incluso desciende a hablar con este columnista, y uno, amedrentado por las grabadoras, las cámaras, los equipos de sonido, también musita: Arzalluz, Zamacolada, urbanismo desordenado, Rebelión de la Sal, Franco, José Antonio Aguirre, iglesia vasca, polimilis; uno pronuncia atropelladamente fueros, lengua preindoeuropea, altos hornos, kale borroka; uno procura explicarles y explicarse.

Y de repente todo el hastío del mundo (abolición foral, General Mola, Egibar, Fraga, lingua navarrorum), una especie de larga e interminable resaca (Sabino Arana, cuevas de Santimamiñe, Chillida, Atxaga, leones de San Mamés, Constitución de Cádiz), mientras sigue pronunciado esta letanía, por encima de sus esfuerzos novelísticos o pictóricos, por encima de sus estudios de historia o de epizootia, por encima de todo lo que es o querría ser, disolviéndose irremediablemente en medio del sempiterno problema, el maldito problema, el único problema.

Perdón, suena el teléfono: sin duda un periodista.

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