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Columna
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Como pollo sin cabeza

Hay momentos en que sociedades completas entran en un profundo estado de desconcierto. No depende del grado de bienestar o dramatismo de ese tiempo. Las posguerras son siempre desconcertantes. Tras años de organizarse para la aniquilación, no existen criterios para la paz cuando ésta llega (una paz que siempre aparece sesgada, cruel, y en la que todos deben enterrar a sus muertos). Claro que la opulencia tampoco está exenta de esos momentos de desorientación. El 68 europeo occidental (otra cosa fue Praga o el pacifismo americano) fue escenario de una protesta extravagante a la que los gobiernos dieron una respuesta aún más estrambótica. Son momentos en que las sociedades marchan como pollo sin cabeza, dando tumbos sin rumbo reconocible. Quién duda que ése es nuestro caso.

No obstante, convocadas las elecciones, pareció por un momento que aquel estado de cosas pudiera disiparse (en parte, al menos). Que, al fin, podríamos elegir un rumbo, que sabríamos orientarnos. Las cosas se presentaban complejas, difíciles; siempre lo son. Pero se intuía, cuanto menos, la posibilidad de una elección diáfana entre la indignidad y la decencia, entre el sectarismo étnico y la propuesta integradora, entre el dogmatismo y la sociedad abierta y con futuro.

Pasadas unas semanas de campaña, sin embargo, todo aquello parece mera ilusión. El desconcierto preside la escena pública. ¿Acaso es la nuestra una sociedad contaminada por la mezquindad? ¿Es posible que no sepa distinguir lo indigno para rechazarlo? No lo creo. Sinceramente, no. La sociedad no está enferma ('esta sociedad no merece ser defendida de esos bárbaros', me decía un buen amigo, ya desesperado). Julio del 97, la manifestación por el asesinato de Buesa hace un año -llena de vitalidad espontánea-, y el masivo rechazo, incluso rechazo activo, a la imposición del 10-A (tan presente en los muros estos días), nos muestran una sociedad vital, amante de la libertad. ¿Qué es lo que falla entonces?

En realidad fallamos los que, a uno u otro nivel, asumimos la responsabilidad del liderazgo al asomarnos a la arena pública. Siempre fue así, por otra parte. Y, en concreto, falla el liderazgo político. Resulta y resultaba claro que el PNV no iba a liderar un cambio ya inaplazable. La cobardía de ese partido ha quedado en evidencia hace bastante tiempo. Hoy por hoy, no son nadie (lo siento). Mientras no sean capaces de pedir cuentas a su actual dirección por las graves responsabilidades que ha contraído ante todos nosotros, mientras no nieguen el pan y la sal a los totalitarios, no podrán tener el crédito de los demócratas -el nazismo no lo trajo Hitler en 1933, lo trajeron los Schleicher y los Von Papen; por cierto, el Zentrum, democratacristianos alemanes, se negó en todo momento a entrar en aquel cambalache-.

La esperanza podía estar en otra parte. Sin embargo (y siento mucho tener que decirlo), ni el PP ni el PSE están a la altura de las circunstancias. Mayor Oreja se puso el casco de policía y anunció medidas contra el uso del euskera (así sonó, por mucho que se deba corregir en ese campo) en cuanto tomó el micrófono como candidato. Nadie con esas trazas puede pasar por un ecuánime y justo defensor de las libertades y la integración de esta sociedad. Más bien parece un bobby revanchista. Eso parece (y siento mucho por todos esos militantes del PP con quienes comparto trinchera).

El PSE podría haberse alzado en esta situación con el santo y la seña del cambio. Sin embargo, asediado por los asesinatos, no ha sabido centrar su discurso. Siempre he creído que el cambio debía llegar de manos de quien se hiciera vocero moral de las víctimas y presentara un futuro de progreso ante esta sociedad. El PSE se coloca, sí, decididamente en ese campo de las víctimas (víctimas ellos mismos), pero carece de un discurso directo al ciudadano medio; carece de un discurso de esperanza. Se conforma con hacer de bisagra. Nada que ver con un rumbo reconocible para una sociedad desconcertada.

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