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Columna
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La nación como negación

En la noche de aquel Aberri Eguna en que conocí a Oteiza, supe también, a través de su relato, de otro espíritu castizo. Se llama Mari y también se le conoce por la Dama de Amboto. Su ocupación es andar siempre a la búsqueda del No. Cuando alguien niega algo, sobre todo si lo niega de sí mismo, llega ella y requisa aquello que ha negado.

Poco tiempo después, tuve ocasión de comprobar el modo de operar de la señora. Cuando Arantza conoció a Carlos, todos sus amigos supimos que se había enamorado. Todos menos ella, que lo negó con firmeza. Fue la única en no ver sus propios sentimientos, y tampoco quería verlos, pues sus planes matrimoniales estaban muy definidos y Carlos no encajaba en ellos. A la vista de lo que sucedió después, deduzco que la negación atrajo inexorablemente a la Dama, que se llevó su amor a las profundidades de la cueva. Eso no impidió a Arantza casarse con otro, tal como tenía planeado, y hoy vive amargada y aviejada antes de tiempo.

Pero esto lo digo ahora, cuando he perdido la vergüenza de hablar de espíritus. Durante buena parte de mi vida he creído, como han creído muchos hombres, que lo que contaba era la acción; que, por tanto, sólo era responsable de mis actos, y no de lo que no hacía, de lo que no veía o no sentía. Y demasiadas veces he mirado hacia otro lado, sufriendo las consecuencias y, sobre todo, haciéndoselas sufrir a otros. Con esa peculiar manera de ser que tenemos muchos vascos, no habría faltado trabajo a la Dama con sólo mantener esa estancia de la cueva que llaman de los Sentimientos Negados. Sin embargo, desde que un señor de Bilbao inventó el nacionalismo, los quehaceres de la Dama se multiplicaron.

Aquí, al contrario de mi amiga, el caso no empieza con una negación, sino con una afirmación de amor hacia nosotros mismos, hacia lo nuestro, hacia todo lo que consideramos nuestro. Pero ¿qué mal puede haber en quererse? Un poco de autoestimulación es hasta beneficioso.

Lo malo de contemplarse a sí mismo demasiado es lo que entretanto se deja de hacer. El ser vasco proyecta sobre nosotros mismos una luz tan cegadora que todo lo demás queda por contraste oscurecido. En una época ni vi ni quise ver lo que para otros resultaba evidente: que ser nacionalista es una opción como otras y hay muchos que opinan de distinta manera. Pero, para mí, esos otros se habían vuelto invisibles. Eran los venidos de fuera o los que se habían puesto al servicio de los de fuera. Con esta sencillez me olvidaba de la mitad de la población, a pesar de que sus impuestos no dejaron de ser buenos para el convento al que hemos dado en llamar con delicioso eufemismo 'la construcción nacional'.

No ver al otro cuando pretendes formar con él una pareja, te acaba dejando sin pareja. No ver a tus conciudadanos cuando pretendes construir una nación, te deja sin nación. Como mucho, construyes un batzoki, pero pierdes la nación. Incluso si no existiera la Dama de Amboto, el tiempo se encargaría de hacerte perder lo que has negado.

Y lo peor es cuando, además, se va con prisa. Cuando los matadores vinieron en nuestra ayuda, yo dejé de sentirme de los nuestros. Pero muchos en mi entorno siguieron negando lo desagradable. Miraron hacia otro lado, dejando claro, eso sí, que ellos nada tenían que ver con los que iniciaban la limpieza étnica. Y ¿qué hizo ante tanta negación la Dama de Amboto? Pues no hizo nada.

La Dama se lleva sólo aquello que enriquece su tesoro. Se lleva las cosas buenas que la gente niega. Se lleva el amor, la compasión y la confianza que en ti han puesto los demás. No se lleva tu envidia ni tu mezquindad; no se lleva la violencia ni el odio que te ensucia. Ésas te las deja, aunque te empeñes en negarlas. Te las deja que crezcan hasta que te asfixian.

De todas las responsabilidades, las de omisión son las más difíciles de eludir. Tanto, que ni la Dama de Amboto podrá librar a nadie de ellas. Pero no nos equivoquemos. No sólo los nacionalistas hemos mirado hacia otro lado en estos años. Creo que va llegando la hora de que todos hagamos nuestras propias cuentas.

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