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Columna
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Escrúpulos

Gracias a la Teoría de la Relatividad sabemos que si un astronauta viaja a la velocidad de la luz durante unos cuantos años, a su regreso encontrará que en la Tierra han transcurrido siglos desde su partida. La sensación de un amigo mío que salió de Almería hace veintitantos años, y que estos días ha regresado a su tierra es exactamente la contraria. Después de cuatro lustros de haber viajado por todo el mundo, mi amigo se ha encontrado con que la ciudad sigue igual de sucia que cuando la abandonó a finales de los setenta. Y por si esto fuera poco, se queja, me encuentro con que gobierna el mismo alcalde que gobernaba cuando salí.

Es cierto que el primer alcalde democrático tras la Guerra Civil, Santiago Martínez Cabrejas, repite hoy al frente del Ayuntamiento; pero también es verdad que entre aquel mandato y éste los almerienses hemos tenido otros alcaldes, y que ninguno de ellos, ni siquiera uno que era urólogo, ha conseguido hacer de Almería una ciudad limpia. En descargo de todos hay que reconocer que es difícil conseguirlo. Los días de poniente el viento arrastra los contenedores calle arriba, calle abajo, y los mueve a su antojo como si formaran parte de una grotesca coreografía. Las basuras más livianas serpentean por el aire dibujando remolinos inmundos y haciendo inútil su recogida.

Claro que no toda la basura es liviana. Recuerdo cómo me irritaba en mis primeros años de vida almeriense la frecuencia con la que mi familia pisaba mierdas de perro, y la dificultad para encontrar papeleras públicas donde arrojar las servilletas de papel con las que nos limpiábamos las suelas. Hoy nuestros pasos tienen más experiencia; podemos salir sin kleenex, y por consiguiente no echamos tanto de menos las papeleras. Supongo que a esta especie de resignación es a lo que se llama integración cultural.

El caso es que, avergonzado como todos los almerienses de que la ciudad ocupe siempre los primeros puestos en la lista de ciudades sucias que la Organización de Consumidores y Usuarios confecciona periódicamente, Cabrejas ha tomado tres medidas urgentes. La primera consiste en pagar lo que debe a la empresa de limpieza. Bien hecho. La segunda, en la implantación de un ingenioso contenedor subterráneo, que burlará las jugarretas del viento. Excelente. En tercer lugar, el alcalde socialista de Almería parece haberse dado cuenta de que para tener una ciudad limpia hay que dejarse de milongas progresistas, y ha pedido a los almerienses que denuncien a los vecinos que ensucian la ciudad. El teléfono que ha puesto a disposición de los chivatos es, tomen nota, el 902 100 320. Por el momento no se ofrecen recompensas, pero el primer alcalde democrático tras la Guerra Civil ha garantizado el anonimato de los denunciantes. Instalar más papeleras y organizar al mismo tiempo una campaña educativa dirigida a los escolares y a los adultos hubiese sido una medida más civilizada, de acuerdo, pero también más costosa y lenta a la hora de dar resultados. La delación anónima es mucho más efectiva, aunque a los finolis de siempre les parezca menos higiénica. Nada, nada; si queremos una ciudad limpia, no podemos ser tan escrupulosos.

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