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La vigencia del legado de la Segunda República

Se cumplen setenta años de la II República Española. La historia ha venido hablando del fracaso político del sistema republicano que tendría su manifestación más clara en su trágico final, la Guerra Civil que supuso su liquidación definitiva. Pero también se está de acuerdo en que ese fracaso impidió lograr lo que trataron de conseguir los viejos republicanos al proponer la forma de gobierno republicana en sustitución de la vieja monarquía, la consolidación de la democracia parlamentaria y la modernización de la sociedad española. En palabras de Raymond Carr, la misión del republicanismo consistía en la liquidación de los obstáculos institucionales que hacía difícil una sociedad progresiva y democrática, una Iglesia estatal influyente, un Ejército poderoso y el latifundismo. La República también tenía que resolver los problemas del nacionalismo catalán y vasco.

Este amplio y ambicioso programa suponía que el nuevo régimen era mucho más que un cambio de forma de gobierno en la Jefatura del Estado. En ello se diferenció la República Española, como también la República de Weimar de las otras trece repúblicas que nacieron tras la I Guerra Mundial a consecuencia del hundimiento de los viejas monarquías imperiales europeas, y de las que sólo subsistió Irlanda. Mientras que esas otras repúblicas no significaron otra cosa que el cambio de forma de Estado, en el caso de Weimar y en el español la adopción de la forma de Estado republicano iba vinculada a una idea de renovación democrática y de modernización social, con el fin de 'rehacer toda la vetusta estructura de España', afectando 'a la esencia de España' y tratando de 'acabar con sus enemigos multiseculares, el militarismo, el clericalismo, el retardado feudalismo y el separatismo' (Jiménez de Azúa).

Ese propósito regeneracionista suponía tratar de resolver problemas seculares en corto tiempo y de forma algo improvisada, dado que no hubo entonces un período de transición como el que hemos conocido en fecha reciente. Ello puede ser una de las razones del fracaso del sistema constitucional republicano, pero, al mismo tiempo, esa ambición y ese programa de regeneración nacional es lo que ha hecho de la II República un foco de atención de los estudiosos que aún se mantiene, y un modelo de referencia que influyó poderosamente en las constituciones de la postguerra, pero que también ha influido muy directamente en nuestro actual sistema constitucional, que también ha asumido una función de modernización y regeneracionista que está cerca de los objetivos originarios de la República de 1931.

La consolidación de nuestra democracia parlamentaria debe mucho a los valores republicanos, entendidos éstos no en relación a una determinada forma de Estado, sino a unos principios éticos, políticos y jurídicos sobre los que se edifica el Estado social y democrático de derecho que conocemos y del que deriva además su propia legitimación. El reconocimiento de que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, deslegitima de forma definitiva los mitos antidemocráticos del pasado (Habermas) y consolida para el futuro una democracia conquistada también por el esfuerzo y por las presiones populares.

Los principios que están detrás de nuestra democracia parlamentaria, la separación de poderes y la independencia del poder judicial, la prevalencia del poder civil sobre el militar, la separación entre Iglesia y Estado, la garantía efectiva de los derechos fundamentales de la persona, incluidos los derechos de crítica política y oposición parlamentaria, y la libertad de prensa y de acceso a los medios de comunicación, el reconocimiento efectivo del principio de igualdad y la no discriminación por razón de género, la asunción de objetivos de protección social y de tutela de los valores del trabajo, etcétera, son valores constitucionales cuyo precedente y modelo inmediato está en la Constitución de 1931, al margen de cuál fuera el funcionamiento efectivo de ese modelo constitucional en su momento. Las conmemoraciones de grandes políticos de la Restauración puede haber creado el equívoco de identificar la actual Monarquía Parlamentaria con la Restauración alfonsina y la Constitución de 1876, poniendo entre paréntesis indebidamente lo que debe el actual sistema democrático a la experiencia republicana e incluso a las lecciones que derivan de su fracaso.

Por otro lado, no cabe desconocer el esfuerzo que hizo la II República para evitar los separatismos y para integrar en el nuevo Estado a los nacionalismos periféricos. El programa de regeneración nacional que supuso la II República incluía también una nueva visión más plural y menos polarizada de España, sentando bases para la creación de un Estado 'integral' compuesto influyendo en otras experiencias constitucionales posteriores, pero también en el modelo de Estado compuesto de la Constitución de 1978.

Se ha dicho de la II República que nació en una mala coyuntura económica e internacional, pero sobre todo que supuso el diseño de un sistema político profundamente moderno y avanzado para una sociedad y un sistema económico retrasados e incluso arcaicos. Sea cierto o no el que la fórmula política de la II República era prematura e inadecuada para la situación de la España de entonces, ello no quita un ápice a la importancia de los valores, de los principios y de los derechos que encarnaba ni de su apuesta hacia una modernización y democratización de una España plural y pluralista.

En nuestro sistema constitucional, el régimen electoral y de partidos, el papel de las Fuerzas Armadas, la menor incidencia de la religión y de la ideología, el nuevo contexto económico y productivo, la madurez de sindicatos y organizaciones empresariales, la propia estructura y composición de la sociedad civil, han permitido que aquellas viejas fórmulas, incorporadas en buena parte a nuestra Constitución actual, hayan servido para consolidar una sociedad democrática avanzada, que incluso ha servido de modelo a otras experiencias, y a ello no ha sido obstáculo, sino al contrario, la forma monárquica de la Jefatura de Estado.

Por ello, la democracia parlamentaria que establece la Constitución de 1978 ha podido ser definida por algunos como una'república coronada', con la paradoja, que posiblemente nuestros abuelos no entenderían, de que uno de los elementos fundamentales de esa democracia y de su consolidación sea que la Corona encarne la Jefatura del Estado. También aquí cabría hablar de una excepción española, no sólo por ser la única reinstauración monárquica y a contracorriente del último tercio del siglo XX, sino porque además esa reinstauración ha devenido, al margen de la personalidad concreta del Monarca, aunque ello también ha sido un factor positivo, un elemento consustancial y una garantía de la consolidación del sistema democrático.

El que la monarquía sea nuestra forma de gobierno ha hecho incómodo hablar de los 'valores republicanos', que son una serie de valores y principios éticos que conforman e informan el conjunto del sistema político. Sin embargo, no existe ningún contraste entre el sistema de monarquía parlamentaria y la asunción de unos valores y principios éticos y cívicos que son especialmente relevantes, que deben estar en la conciencia y en la forma de actuar de los ciudadanos y de los actores políticos.

La consolidación y la pervivencia de nuestra democracia debe tener en cuenta esos viejos valores republicanos y los objetivos de renovación y modernización de la sociedad española, más justa e igualitaria, que el republicanismo histórico intentó pero no logró.

Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer es consejero de Estado y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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