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Acabar con la esclavitud persiguiendo a los esclavos

José María Ridao

En unos tiempos de asfixiante omnipresencia del análisis económico, no deja de resultar una sorprendente paradoja el hecho de que el único ámbito en el que cede alguna plaza al análisis cultural sea aquel en el que, precisamente, las decisiones económicas adquieren las dimensiones de un formidable drama humano: la inmigración.

Como es fácil advertir a poco que se analice la trama argumental de la mayor parte de los discursos sobre los movimientos de personas a través de las fronteras, se observará que el análisis económico de las causas se agota en la descripción de los desequilibrios en los países de origen, así como en la constatación de que es en la disparidad de renta con los países de acogida donde la inmigración encuentra su razón de ser.

A partir de estas dos ideas elementales, es el análisis cultural el que suele tomar el relevo, bien para decir que las identidades de recepción se verán tarde o temprano en peligro y proclamar entonces la necesidad de adoptar políticas dirigidas a defender las esencias nacionales, bien para decir que el futuro será mestizo o no será, ensalzando a continuación las virtudes de la variedad y la diferencia.

La realidad a la que no se presta atención, el silencio sobre el que se está consolidando la actual interpretación del fenómeno migratorio -compartida por la práctica totalidad del espectro político e intelectual en los países ricos-, es que la situación de los países de origen no es ni mucho mejor ni mucho peor que la de hace años.

Es más, si se pudieran tomar en serio las afirmaciones de algunos prestigiosos organismos económicos internacionales, habría que sostener, como hacen ellos, que en buena parte de los países azotados por la pobreza 'es mayor el camino ya recorrido hacia el desarrollo que el que queda por recorrer'.

Pero entonces, ¿por qué se produce ahora, y sólo ahora, esta avalancha de desheredados? ¿Qué nueva catástrofe, y no recogida en informe alguno, está teniendo lugar en África o en el Magreb para que, de pronto, decenas de miles de personas abandonen de estampida sus familias y lugares de origen? ¿Qué inflexión cercana al cataclismo, y sin embargo no reflejada en las cifras recientes, han experimentado los indicadores macroeconómicos de estas regiones para que sus habitantes hagan hoy lo que podían haber hecho años atrás, por no decir desde la fecha misma de las independencias?

La explicación del contrasentido que supone achacar la amplitud y celeridad de los actuales flujos migratorios a la situación económica de los países de origen, endémica y permanentemente calamitosa, se encuentra en lo que el nuevo consenso de los Estados ricos se niega a reconocer: que no son los cambios económicos en el mundo en desarrollo, sino en el mundo ya desarrollado, los que han desencadenado el formidable efecto llamada, contra el que nada pueden ni podrán vallas electrificadas, legiones de policías ni mares convertidos en pavorosas tumbas colectivas.

Unos cambios que no se refieren tanto al crecimiento o a la mera progresión en el bienestar cuanto a las modificaciones del paradigma en el que ese crecimiento y ese bienestar están insertos. Desde esta perspectiva, resulta decisivo para comprender la actual avalancha migratoria el hecho de que, durante las últimas décadas, la población activa de los países ricos se haya desplazado desde los sectores agrícolas e industriales hacia el de los servicios más cualificados.

De igual manera, han sido necesarios los progresos en la liberalización internacional de los flujos comerciales y financieros para que la explotación de esos sectores desatendidos, de esas potenciales canteras de actividad, comenzase a ser rentable. Por último, ha habido que consentir en el desprestigio de las cargas sociales y, en definitiva, del Estado de bienestar para que, llevando esta lógica hasta sus últimas consecuencias, una nueva clase empresarial considere que la contratación en condiciones de semiesclavitud está dentro de la doctrina económica de nuestro tiempo.

Estos y otros factores presentes en los países desarrollados, y no en los países en desarrollo, son los que han determinado la causa última del auge migratorio de nuestros días: la aparición de una ingente oferta de empleo en sectores tradicionales y poco atractivos para los trabajadores autóctonos, que está actuando como correctivo de la actual división internacional del trabajo.

Vistas así las cosas, la sustitución del análisis económico por el cultural -o, lo que es lo mismo, la sustitución de los interrogantes acerca de cómo se comportará esa oferta de empleo por los de saber cómo afectará la presencia de extranjeros a la identidad colectiva- está arrastrando a la adopción de unas medidas frente a la inmigración cuyo principal problema no es que sean ineficaces, un disparatado ejercicio de incongruencia entre los fines que se buscan y los medios que se aplican, sino que son medidas que están destruyendo algunos de los principios éticos, jurídicos y políticos sobre los que se apoya la democracia.

Es probable que antes, mucho antes de que nuestras sociedades lleguen a ser mestizas, la oferta de empleo que está detrás de la inmigración se haya agotado. Pero para ese entonces, y si se persiste en la vía de entender en términos culturales lo que no se explica con coherencia en términos económicos, le habremos dado la vuelta a las creencias y a las instituciones que han regido nuestra conducta política hasta ahora.

Ahí reside el problema, ése es el verdadero riesgo que estamos corriendo: el de invertir, hasta aniquilarlos, los valores que garantizan no ya la integración de la diferencia -la porte un extranjero o, por qué no, un connacional excéntrico o heterodoxo-, sino, simple y llanamente, la convivencia.

Lejos de lo que podría pensarse, esa inversión de los valores no permanece en un remoto ámbito de abstracción, sólo familiar a intelectuales o politólogos. Se trata de un fenómeno cotidiano, de un auténtico generador de certidumbres mayoritarias, que explica y sirve de fundamento a buena parte del discurso público sobre la inmigración.

Cuando, en fecha reciente, la esposa del president Pujol se alarmaba ante el hecho de que no pocos extranjeros en Cataluña utilizasen el castellano y su propia lengua para pedir de comer, no ponía en entredicho su buena y quizá sincera disposición hacia los inmigrantes, como luego aclararía en una nota pública de rectificación.

Lo que ponía en entredicho era algo más grave, y a lo que su nota no hacía siquiera referencia: un modo de acercarse al sufrimiento ajeno, para el que, si alguien pide socorro porque tiene hambre, debería resultar absolutamente irrelevante la lengua en que lo haga. En definitiva, lo que la señora Ferrusola estaba mostrando con sus desafortunadas declaraciones era la tramoya de esa inversión de los valores aceptada cada vez con mayor indiferencia, de modo que, en efecto, hoy nos parece razonable expresar preocupación por las alteraciones de nuestro universo simbólico, de nuestra identidad, cuando lo que podría provocarlas son unas situaciones de miseria y explotación que, en Cataluña como en toda España, padecen hombres y mujeres de carne y hueso.

Con todo, la ceguera con que se está actuando frente a esta corrosión de los fundamentos de la democracia, todo por aceptar que el análisis cultural sustituya al económico justo en el único punto y en el único momento en que no debería sustituirlo, corre el riesgo de engendrar monstruos sin duda más temibles que las declaraciones de la señora Ferrusola.

Así, la noción misma de cultura que, en España y en Europa, se ha empezado a manejar a raíz de la generalización y aceleración del fenómeno migratorio se corresponde con lo que los ilustrados llamaban preocupación y superstición; es decir, con un conjunto de prácticas y respuestas cuyo valor deriva de la tradición y del pasado, no de la excelencia artística o científica.

Y todavía más: esa noción de cultura equivalente a la preocupación y la superstición de los ilustrados fue la que utilizó la versión nacionalsocialista del totalitarismo a la hora distinguir entre miembros del Reich milenario y extranjeros, y dentro de éstos, entre extranjeros asimilables e inasimilables, dando lugar a un interminable e infructuoso debate sobre en qué consiste la integración y cuáles serían sus límites.

Por supuesto, cualquier comparación directa entre la situación de entonces y la de ahora no pasa de ser una burda exageración, similar a tantas otras que se han establecido en los últimos años. Lo que, sin embargo, no resulta exagerado es señalar que, en la respuesta de los actuales Estados democráticos a la inmigración, se están utilizando razonamientos y mecanismos que guardan un inquietante aire de familia con algunos planteamientos y acciones de los Estados totalitarios, hoy condenados por abominables.

En este sentido, ¿qué diferencia existe entre renunciar al principio de generalidad de la ley para aprobar una disposición sobre los derechos de los extranjeros o renunciar a él para aprobar una norma sobre los de los gitanos o los judíos? ¿A qué lógica parece apelar la afirmación de un conocido y respetable profesor italiano cuando dice que una de las causas de la inmigración es la existencia, en los países de origen, de 'nacidos en exceso'? ¿Acaso no resulta de rigurosa y perturbadora actualidad la paradoja que Walter Benjamin observaba a finales de los años treinta, al señalar la 'desproporción' que existía entre 'la libertad de movimiento y la riqueza de los medios de transporte'?

Si, rechazando ese discurso público que, sólo por esta vez, trata de sustituir el análisis económico por el análisis cultural, los ciudadanos europeos fuésemos capaces de extraer las enseñanzas de un pasado no tan remoto, quizá las políticas de inmigración serían distintas de la única que, bajo diversas variantes, han aplicado hasta ahora nuestros Gobiernos: la de intentar acabar con la esclavitud persiguiendo a los esclavos.

El envilecimiento de nuestras sociedades que ello está produciendo, la inversión y negación de los valores democráticos bajo la excusa de defender unas quiméricas identidades colectivas, el triunfo de un pragmatismo ramplón que, como señalaba Ciorán, no es sino una de las expresiones más corrientes del pensamiento reaccionario, parecen perfilar un paisaje futuro en el que los problemas no procederán de la presencia de muchos o pocos inmigrantes, sino de la descontrolada proliferación de los viejos, sempiternos demonios europeos.

José María Ridao es diplomático.

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