¿Qué libertad para los enemigos de la libertad?
La aparatosa división de pareceres protagonizada por jueces de la Audiencia Nacional pone de relieve las dificultades con las que un Estado de derecho puede tropezar en su lucha contra el terrorismo organizado. No se trata de caer en el fatalismo que atenazó a los demócratas de los años 30, cuando convencidos de la entonces llamada debilidad de la democracia y fascinados por la fuerza de los totalitarismos, decidieron ceder todo lo imaginable con tal de apaciguarlos; tampoco se trata de hacer fuerte a base de leyes de excepción lo que se tiene como estructuralmente débil, al modo en que la República española se dotó en su primera etapa de una ley de defensa que no sirvió para nada. Ni la democracia es débil de por sí ni sirve de mucho reforzar su fortaleza con medidas de excepción.
Todo lo cual no quiere decir que un Estado de derecho no ofrezca resquicios que un movimiento nacionalista dotado de una organización terrorista no esté dispuesto a aprovechar hasta el extremo. El problema de considerar a ETA como una banda armada y actuar judicialmente en consecuencia implica ignorar su dimensión como parte de un movimiento nacional. Si ETA fuera una simple asociación de malhechores, el Estado español habría dado ya cuenta de ella como dio el italiano de las Brigadas Rojas o el alemán de la Baader Meinhof. Pero ETA no es una mera banda de pistoleros, sino una organización terrorista que cuenta con ramificaciones especializadas en desarrollar tácticas encaminadas a la 'construcción nacional'.
De ese entramado existe, entre otras, una evidencia inapelable: el terrorismo callejero. Pensar que los actos violentos contra la integridad, la libertad y el patrimonio de ciudadanos vascos mediante utilización de explosivos y amenazas, continuados en el tiempo, perfectamente programados en su ejecución, no tienen nada que ver con ETA sino que son otras tantas manifestaciones de un 'conflicto' secular, es grotesco; proceder judicialmente sobre ese supuesto hasta no encontrar el documento que pruebe la vinculación, negando la evidencia de que todo forma parte de la misma 'estructura ilícita y delictiva', como escribe el juez Garzón, es sencillamente suicida.
Lo es porque repite la única debilidad de las democracias cuando sufren una ofensiva dirigida por movimientos nacional-terroristas. Los límites a la investigación de esas tramas, y la exigencia de pruebas documentales donde sólo puede haber indicios racionales, amplían el margen de impunidad de estos enemigos organizados de la libertad. Sabemos bien adónde conduce esa impunidad: la excarcelación de siete miembros de Ekin ha coincidido con la renuncia de cinco concejales socialistas al desempeño de los cargos para los que fueron elegidos por sus conciudadanos. La renuncia pone de manifiesto que la democracia puede sucumbir en Euskadi a no ser que todos los poderes del Estado, comenzando por el mismo Gobierno autónomo, actúen con decisión para defender la libertad del ataque multidireccional y violento de sus enemigos.
Ciertamente, la justicia no puede ser una pieza de la política antiterrorista del Gobierno. Pero la justicia es, más que una pieza, un poder fundamental del Estado; un poder que debe emplearse a fondo en la lucha contra las fuerzas que atentan de forma organizada, con estructuras de apoyo, contra la vida, la libertad y los derechos de las personas. Emplearse a fondo quiere decir investigar, acopiar indicios, aplicar de la manera más rigurosa la ley y el derecho. Esto es lo que no parecen haber entendido los magistrados de la Audiencia Nacional cuando exigen, en fase de instrucción de un sumario, documentos que permitan establecer de forma directa la existencia de una vinculación entre ETA y Ekin. Documentos no los habrá, pero indicios sobran: basta tener los ojos abiertos para caer de ese limbo en el que ha sido redactado el auto de la Sección IV de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.
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