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Marcos y la máscara de jade

El proceso de apertura democrática puesto en marcha en México hacia el final de los 71 años de gobierno del PRI hizo posible la Marcha Zapatista y, con ello, puso sobre el tapete un desafío político que, le guste o no le guste a un sector de la intelligentsia y de la clase política de ese país, trasciende sus fronteras y el 'interés nacional'.

Por tanto, es cuando menos un exceso de lenguaje declarar como lo hizo el ensayista mexicano Roger Bartra (EL PAÍS, 17 de marzo) que los intelectuales extranjeros, que manifiestan interés, apoyo o adhesión a la marcha y a su protagonista, el subcomandante Marcos, 'desconocen plenamente la enorme complejidad de la realidad mexicana y son absorbidos, zarandeados y manipulados por ella'.

Cierto es que la realidad mexicana, como lo afirma Bartra, es particularmente compleja; de una complejidad tan enorme, en efecto, como la opacidad bizantina con la que su clase política fue modelando esa realidad a su imagen y semejanza. Cierto es, también, que frente a tal complejidad sociocultural (léase riqueza, qué duda cabe) y ante esa opacidad política, pueden resultar cuestionables los análisis a veces simplificadores o arrogantes de ciertos expertos foráneos. Peor aún si su aproximación al fenómeno mexicano va impregnado de voluntarismo ideológico, del signo que sea.

Pero ello no justifica negarle al señor Alain Touraine, por ejemplo, su derecho, en el peor de los casos, a equivocarse una vez más con respecto a la América Latina; y en el mejor, a percibir y sostener, como lo ha hecho, que esa suerte de épica del verbo, el símbolo y el gesto que han logrado transmitir a un mundo mediático como el nuestro Marcos y su marcha sobre México forman parte de algo más amplio y universal: Seattle, Praga, Tokio, Porto Alegre, etcétera. Es decir, de un lento pero creciente proceso de rechazo de la pensée unique como tobogán ideológico y de la globalización ultraliberal como escarpa económica, por los cuales los indígenas latinoamericanos, como tres cuartos de la humanidad, son empujados al abismo de la exclusión.

Sería a todas luces deplorable persistir en la tendencia a esa suerte de cerrazón frente a la mirada y sobre todo al juicio ajenos que caracterizó, en no pocos casos y circunstancias, al más largo periodo de hegemonía de un partido en el poder que la historia contemporánea ha conocido. Recordarlo no significa por cierto, olvidar que el largo reinado del PRI supuso importantes avances sociales, desarrollos políticos notables, vigor y creatividad intelectual y cultural indiscutibles. Y todo ello, no sólo en beneficio de la sociedad mexicana. Españoles y latinoamericanos conocemos, por nosotros mismos o por nuestros abuelos, padres o hermanos, hasta qué punto el drama existencial y material del exilio halló en el México del PRI, no sólo alivio tangible, sino solidaridad, comprensión, estímulo intelectual.

Pero bien sabemos que junto a los mejores aspectos de un régimen político, sobre todo cuando la longevidad extrema lo erosiona, suele incubarse la tentación a la intransigencia y a la altivez. El faraónico poder presidencialista mexicano, cuyo epígono más cercano es sin duda Carlos Salinas de Gortari, acrecentó esta tendencia y dio lugar a la emergencia de un sector de intelectuales y políticos que tanto por su sofisticación como por su obstinada suficiencia, parecerían haber perdido la capacidad de comprender y de aceptar que más allá de los muros del prestigioso Colegio de México y de los círculos palaciegos, pueden surgir también jóvenes de pensamiento innovador. Jóvenes intelectuales (que no otra cosa es el famoso subcomandante), capaces de extraer del desván de olvidos y desidias a las minorías nativas, marginadas del festín excluyente de la modernidad; de situarlas, en el contexto del drama irresuelto de la pobreza extrema nacional; y más aún, en la trama universal y esperanzadora de aquellas 'identidades colectivas', que como advierte José Vidal-Beneyto, 'impugnan y afirman al mismo tiempo la naturaleza global de todo acontecer contemporáneo'.

Precisamente este fenómeno que Vidal denomina, con brillo conceptual y esperpéntica osadía lingüística, glocalidad, y que se manifiesta en la emergencia de actores glocales (es decir, de aquellos que actúan al nivel local sin perder de vista la intrincada trama de su acción con lo que acontece a escala global: Marcos, Bové, Menchú), es el más rotundo mentís a la supuesta exaltación del 'salvaje no occidental' que estaría 'envenenando el imaginario colectivo europeo'. Argumentos como éste esgrimidos para estigmatizar la interferencia extranjera, no hacen sino retrotraernos a épocas que quisiéramos superadas.

Todavía se recuerda, como ejemplo paradigmático de este clima emparentado con la intolerancia, el episodio aquel protagonizado nada menos que por uno de los más brillantes Premios Nobel consagrados por la Academia Sueca: Octavio Paz y el no menos singular escritor Mario Vargas Llosa, cuando éste hubo de abandonar México por haber tildado al régimen imperante de 'dictadura perfecta'.

Tal tendencia, explicada antaño por la imponente proximidad del vecino del norte, se nos antojaría hoy poco menos que anacrónica frente a la globalización, salvaje y avasalladora, es cierto, pero que precisamente por ello, reclama transparencia en el debate interno, como antídoto, y apertura frente a la mirada exterior, como catalizador.

En efecto, la opinión del otro puede ayudar a una comprensión más amplia y globalizada, con perdón del manido terminejo, de fenómenos como el del EZLN y su carismático líder, al posibilitar su contextualización; primero, en su ámbito más próximo y fraternal: el latinoamericano, y luego, en su entorno universal, que es el de esta aldea, tan real como alejada de la Arcadia que McLuhan nos endilgó.

Al nivel latinoamericano y a propósito de Arcadias apócrifas: es verdad lo que afirma Enrique Krauze en su artículo Nueve inexactitudes sobre la cuestión indígena (EL PAÍS, 8 de marzo) cuando, al referirse a la conquista de Tenochtitlán, dice que la 'Arcadia mexicana no era tal, sino un régimen con aspectos sumamente opresivos'.

Como tienen razón, entre otros peruanos, Franklin Pease y Hugo Neira, cuando sostienen lo mismo frente a la mitología espuria que enturbia ciertas idílicas visiones del Tahuantinsuyo. En efecto, estos mitos han abrevado una cultura política que Neira define como 'autoritaria y redencionista' y que en el Perú alcanzó su dimensión más lúgubre con el horror polpotiano de Sendero Luminoso. Con la salvedad de que, inclusive en este caso extremo, tal cultura ha impregnado más a la clase política blanca y mestiza que a los propios indígenas. Prueba flagrante: Abimael Guzmán no es indígena y Julio César Mezzich, uno de sus lugartenientes más conspicuos, no fue precisamente, como su nombre indica, descendiente del Inca Pachacutec.

He aquí justamente dos de los méritos esenciales de Marcos: primero el no renegar de su cultura occidental y leer con deleite a Beckett o extraer enseñanzas útiles de la exquisita perversidad de Lady Macbeth; y, segundo, no ya haberse levantado en armas, sino haberlas abandonado para entrar en México e intentar lo esencial: 'Que la derrota del racismo se convierta en una política de Estado'.

Porque, en el fondo, y se diga lo que se diga con mayor o menor brillo, de eso se trata: de derrotar políticamente al racismo (ya que extirparlo del espíritu humano es una quimera); sea este racismo residual como en México, que pagó uno de los tributos más mortíferos para que cuajara su notable grado de mestizaje, o francamente etnocida como en el caso de la Guatemala de Ríos Mont y otros canallas de su estirpe.

El racismo es un componente, más o menos disimulado pero esencial en la marginalidad histórica de los indígenas en Centroamérica, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile o Venezuela. Y esta revuelta de la palabra que encabeza Marcos, no en balde coincide con los movimientos de reivindicación y de protesta de los indígenas en esos países. Su protesta es una protesta social, no étnica; pero en la supina sordera con que hasta ahora se les responde, hay algo de segregacionismo étnico. Y si los intelectuales europeos o americanos, aunque fuese por expiar viejos silencios u olvidos, nos lo recuerdan, al apoyar la causa que Marcos defiende, tengamos al menos la prudencia de no anatematizar, a unos acusándolos de titiriteros ideológicos y al otro adjudicándole el papel de 'salvaje artificial portador de nuevas luces revolucionarias'... por encargo.

Una vez escuché al Gabo García Márquez entrañable inventarse en menos de quince minutos, con su inagotable y absolutamente genial mitomanía literaria, una de tantas y verosímiles historias que él ha puesto en boca del pobre Simón Bolívar. Dijo que el Libertador 'al final de sus días, mortificado por una deuda con los ingleses que todavía no acabamos de pagar y atormentado por los franceses que trataban de venderle los últimos trastos de su revolución, les suplicó exasperado: ¡déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media!'.

Pues bien, una cosa es reconocerle sentido y razón esenciales a este estupendo cuento que el Gabo pescó al vuelo en la realidad real de mediados del siglo XIX. Otro muy distinto es, con argumentos de un ligero tufo chauvinista y en pleno siglo XXI, negarle a intelectuales europeos sensibles (que por una bendita vez no nos están vendiendo teléfonos de tecnología atrasada, ni embutiéndonos como reses en 75 centímetros cuadrados de sus aviones transatlánticos) el derecho de meter sus narices en lo nuestro.

Me decía un amigo mexicano, al explicarme el hermetismo inextricable de los políticos de su país, que ellos escondían su verdadero rostro tras siete máscaras, y que la última, simplemente era de jade: totalmente inexpugnable. Quiera Dios que don Vicente Fox, hombre, al parecer, de fuertes y sinceras convicciones religiosas y sensible de verdad al agravio moral contra los indios, tenga una sola máscara y que la haya abandonado: una roja y redonda tapita de Coca-Cola.

J. Carlos Ortega es periodista y sociólogo peruano, ex funcionario de la Unesco.

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