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Columna
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Sombras de Jackson Pollock

No estoy seguro -últimamente, las cosas lejanas pasadas se me agolpan y se hacen casi simultáneas-, pero calculo sin certeza que fue hacia la mitad de los años cincuenta, en medio del largo bostezo franquista, cuando no sé qué buen alma pescadora de río revuelto instaló un día en Madrid una enigmática, desconcertante, deslumbradora secuencia de pinturas indescifrables, arrojadas aquí abajo desde el despeñadero de un mundo remoto y elevado. De aquellos violentos, casi asustantes, trazos procedentes del volcán urbano del expresionismo abstracto neoyorquino -así titularon en el cartelón de los bajos de la Biblioteca Nacional aquella intrusión, de la que los muchachos de entonces no estábamos avisados, de los tiempos modernos en la muerta quietud española- recuerdo sobre todo que me turbó y casi me perturbó el puñetazo en el mismísimo centro del cerebro de una galería de sombras heridas por la mirada de un tal Jackson Pollock.

Sus formas informes despertaban la idea de vida roída por la mordedura del pesimismo

Sus lienzos, una media docena, eran ámbitos rebosantes (y tan repletos que parecían romper sus bordes) de formas al mismo tiempo escurridizas y rotundas, hirvientes y sin embargo de contornos misteriosamente precisos, que cercaban y apresaban a zarpazos una materia mental magmática, volcánica, derramada, que sugería una especie de flujo demente, en perpetuo estado de mutación e inacabamiento, que -un instante, sólo un instante, el que el pintor loco necesitaba para fijar su movimiento dentro del paréntesis de un abrir y cerrar de ojos- cristalizaba en paradójicas formas informes, que despertaban la idea de vida roída por la mordedura del pesimismo y diluida en alcohol profundo iluminado. Eran formas imposibles que se pegaron a la memoria y ocuparon en ella un rincón oscuro e ilocalizable, desde el que todavía se deslizan lenta e incesantemente hacia el olvido, pero sin caer del todo en él nunca, por lo que siguen latiendo ahí dentro, a medio ver, como las pesadillas recién soñadas.

Nunca llegué a saber nada concreto, sólo vaguedades, acerca de la identidad del creador de aquellos óleos de temor y temblor, hasta que hace unos meses, en el Festival de Cine de Venecia, pude verlo cara a cara, incorporado al gesto de un actor paisano suyo, Ed Harris, un genio enamorado del genio de Pollock, que por fin ha podido cumplir su sueño de hacer revivir a aquel inmenso e infortunado artista, con el cerebro herido y en estado de perpetua hemorragia de luz, cada vez más reducido a indagador de sombras. La película, Pollock, pasó casi inadvertida, y Ed Harris, su director y su oficiante, fue el otro día derrotado en el mal reparto de los Oscar. Pero quienes vencieron en éstos, el mendrugo Gladiator y su tosco intérprete Russell Crowe, pasarán, se los tragará crudos la inanidad que llevan dentro, mientras el escondido y gallardo gesto de la resurrección de Pollock por Harris quedará, pues su celuloide no es, como la torturada materia de aquellos cuadros que abrieron la ventana de otro mundo aquí, en el Madrid sojuzgado, materia perecedera.

Es el de Pollock un arte de instantes configurados como súbitas explosiones de eternidad, como los tragos duros que vemos beber a Ed Harris en su febril busca dentro del abismo del alcohol de los escondrijos y escalofríos de las sombras encendidas por Pollock. Su composición de la identidad de éste en el filme es un reto a los límites del cine, como los cuadros de Pollock son insolentes aventuras de vulneración de las fronteras de la pintura, roturas de diques de contención de lo indecible. Revive Pollock en la honda y humilde pantalla de Harris. Éste es él. Hay mucha verdad en los balbuceos de esta película de aprendiz de director, hecha frente al espejo de uno de los más elevados y refinados actores que existen.

Porque Ed Harris -lo comprobaremos pronto pues no tardará en estrenarse la película- es un genio de su oficio. Estalla este genio en la brasa de hielo sobre la que interpreta a un matarife alemán de las SS en Enemigo a las puertas, que ya está en pantalla. Y estalla con menos ruido y muchas más nueces en los susurros de la locura suicida de Pollock, último hijo de Vincent van Gogh y, como Bogart, un neoyorquino de nacionalidad borracho.

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