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Kioto, Bush y los exquisitos

Cosa sabida es que el que algo quiere algo le cuesta. Por ejemplo, yo no puedo pretender obtener tablones en una serrería sin que, simultáneamente, se produzca serrín, que hay que barrer y eliminar a no ser que, a gran escala de actividad, este subproducto no deseado en principio pueda recogerse, envasarse y venderse separadamente, constituyendo una nueva fuente de ingresos empresariales y de posibles beneficios. Es lo que se conoce con el nombre de producción conjunta, cuyas consecuencias vienen fundamentalmente determinadas por el estado de la tecnología aplicada. Así, si queremos una tonelada de acero cualquier ingeniero del ramo puede precisar con exactitud cuánta escoria, humos y otros residuos se producirán, simultánea e inevitablemente, según el estado actual de la técnica disponible, sea el primitivo método de fragua y forja, los convertidores Bessemer o los altos hornos Siemens y sus derivaciones.

Claro está que nadie quiere contaminación atmosférica ni residuos tóxicos. Pero no conozco a nadie, incluidos los ecologistas de bicicletas construidas con aleaciones metálicas complejísimas y altamente contaminantes en su obtención, que quiera, o pueda o simplemente desee, prescindir de la electricidad, de los aceros sofisticados o los hierros presuntamente arcaicos, o incluso del metacrilato. Aunque, supongo, estarían dispuestos a pagar más por sus productos obtenidos a través de tecnologías blandas. Para los adictos (entre los que me encuentro) a los productos de diseño nórdico, tipo Ikea o asimilados, otro día podremos hablar del trabajo infantil en la India, o de la deforestación que conllevan (en uno de los últimos números de Newsweek se encuentra cumplida y exhaustiva información al respecto).

En definitiva, lo mismo que el mercado no es capaz de producir, o no en la cantidad y calidad suficiente y alcance de todos, algunos tipos de bienes que todos deseamos, los llamados genérica e imprecisamente 'bienes públicos', también produce inevitablemente con su actividad algo, cosas como la contaminación, que no deseamos en absoluto. Lo que por contraposición podríamos denominar 'males públicos'. En ambos casos nos encontramos ante lo que se denomina como fallos del mercado, que por sí mismo y dejado a su libre funcionamiento, sin la intervención o regulación de los poderes públicos, el mercado nunca podrá solucionar. Conclusión con la que hoy en día pocos de mis colegas, con la excepción de algún liberal fundamentalista, entrarían en conflicto.

Pero frente a la contaminación la intervención pública no puede reducirse al simplista apotegma de quien contamina paga. No, el que contamina debe dejar de contaminar. Si el problema se circunscribiese a los casos de empresas singulares la solución, aparentemente y en principio, parece clara. La empresas deben de asumir privadamente, incurriendo en los costes necesarios para ello, la depuración, o el cambio de los métodos de producción utilizados, necesaria para no afectar a terceros con su actividad. Lo que se llama internalización de los costes. Evidentemente en tanto el beneficio no es sino una magnitud residual, la diferencia entre lo que una empresa ingresa por la venta de su producto y lo que le ha costado producirlo, cualquier incremento del coste de producción disminuye necesariamente el beneficio. Incluso, en el límite, la empresa que no pueda hacer frente a esta asunción privada de sus costes debería de cerrar. Primer problema.

La situación se vuelve mucho más compleja cuando consideramos el efecto global de toda la actividad productiva en el planeta, con su acción innegable sobre el cambio climático y sus peligros. De ahí la importancia, pese a sus limitaciones, de acuerdos como el Protocolo de Kioto sobre la reducción conjunta y paulatina de las emisiones de gases con efecto invernadero. Reducción que, indudablemente, afectaría a los países industrializados ralentizando su nivel de actividad y, en mayor medida, a los países con problemas de desarrollo, aunque se le fijen periodos más largos de adaptación.

De ahí también la gravedad que supone la decisión de Bush de abandonar el tratado que se firmó en 1998. Claro está que aquellos que, al hilo del grotesco sainete electoral con su interminable recuento de papeletas, fruncían el gesto manifestando -y, aunque señalar con el dedo no sea de buena educación, a las hemerotecas me remito- que como los Estados Unidos son intrínsecamente perversos importa poco quien los gobierne, lo mismo daba el relamido Gore que el burdo Bush, no entonarán ahora la debida palinodia, por más que sepan con certeza metafísica que Gore -comprometido inequívocamente con el desarrollo sostenible, aunque no fuese en versión Greenpeace- jamás hubiese denunciado el Protocolo de Kioto. Es igual, nunca dejarán que la realidad les arruine una, al parecer todavía de buen tono en España, actitud fervorosamente antiamericana. Pero si los americanos buenos, en sentencia de Oscar Wilde, cuando mueren van a París ¿dónde irán nuestros antiamericanos buenos, los exquisitos que no distinguían, o fingían estéticamente no hacerlo, entre un demócrata radical como Gore y un republicano reaccionario como Bush, el que quiere seguir contaminando el mundo al dictado de sus financiadores? Que la capa de ozono les ampare.

Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.

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