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Investigar

'Escribir en Madrid es llorar', escribió Larra, el mejor periodista español de todos los tiempos y el primero -que yo sepa- en serlo a tiempo completo. Lo excepcional en su caso es que consiguió vivir bien de sus artículos, a pesar de la escasa demografía del Madrid de entonces y del analfabetismo generalizado en la piel de toro.

'Investigar en España es llorar', podemos decir ahora. Cuidado que es absurdo, pues ya resulta aburrido soniquete repetir que la riqueza de las naciones, hoy, se mide por la cantidad y profundidad de sus conocimientos. El trabajo, la acumulación de oro, la riqueza agrícola, son ya factores secundarios. Y cuando no, derivan de los conocimientos. En España parece que aún no nos hemos enterado, pero sí que nos hemos. Lo sabía bien Unamuno, el intempestivo intelectual inventor de la frase 'que inventen ellos'. (Quería ser original hasta en su protesta contra el materialismo rampante y la supremacía de la razón y casi completó el genoma espiritual).

Es bien sabido que la aportación histórica de este país a la ciencia y a la tecnología es muy secundaria. No abordaré la polémica que dio lugar al parto de La ciencia española, de Marcelino Menéndez y Pelayo, quien nos atribuyó una tradición científica echándole imaginación al asunto. Pero las causas de nuestro atraso, en nuestros días, casi pueden reducirse a una: la nula rentabilidad inmediata de la investigación. Con el advenimiento de la democracia debería haberse planteado un gran acuerdo, incorporado al texto constitucional. 'Con carácter obligatorio, los Gobiernos que se sucedan dedicarán a la investigación científica y tecnológica una partida equivalente al 2,5% del Producto Interior Bruto'. Algo así, pero, claro, con mayor precisión. (Creación de un ministerio, concreción del porcentaje asignado a la ciencia pura, que de otro modo no vería un duro, coordinación entre receptores con el fin de no duplicar tareas, etcétera). Un servidor sueña; pero lo cierto es que en países, sobre todo de riqueza media, los políticos de turno se mostrarán reacios a comprometer motu propio, cantidades cuyos beneficios no se reflejen en las siguientes elecciones. Y sin una coacción del más alto rango, o sea, constitucional, todo quedará en ardites, embelecos y garambainas.

El Ministerio de Ciencia y Tecnología ha sido por fin creado y su mera existencia es un paso en la dirección correcta por aquello de que la naturaleza aborrece el vacío. A menos que el contenido que se dé al flamante organismo sean normas y actuaciones que no estén demasiado, si algo, relacionadas con la investigación. En este sentido, hasta el momento uno sólo lee amargas quejas. Un cúmulo de decepciones. Barbacid amenazó con echarlo todo a rodar y volverse a Estados Unidos. A Valentí Puig, el gran cardiólogo, le gustaría volver, pero sigue sin verlo claro. Y la ministra Birulés recibe una carta firmada por 47 científicos españoles que no pueden volver ante 'la imposibilidad de desarrollar sus carreras profesionales en España'. Se lamentan de 'la inoperancia de los contratos de reincorporación puestos en marcha por el Gobierno para facilitar la vuelta de los posgraduados españoles una vez que finalizan su periodo de formación en el extranjero'. No ha cambiado esta situación desde entonces. Se dice que la patria del científico es el laboratorio y es una verdad a medias. En Estados Unidos conocí a varios científicos españoles que se perecían por un regreso imposible. Me preguntaba -y me pregunto- cuántos centenares en las misma situación habría esparcidos por el mundo. El lado humano de una tragedia que aún es más dura en el caso de los que retornan contra viento y marea y, sobre todo, en el de los que deciden no irse.

Lo chusco del caso, aunque tampoco se refleja en las urnas, es que esto resulte ruinoso por donde se mire. No sólo se van investigadores, sino médicos, enfermeras y otros profesionales. Formar a un médico nos sale por unos ocho millones de pesetas. Los países receptores, encantados de habernos conocido. En el caso de los investigadores no sólo perdemos por ahí. Los formamos, al menos en parte, y esa parte que se ahorra el país receptor. Pero luego producen lo que podrían producir aquí y eso contribuye decisivamente al desfase científico-tecnológico. O sea, gastos de formación más lucro cesante (el que dejamos de ingresar con su trabajo) más pérdidas en la balanza comercial científico-tecnológica. Un negocio redondo. Encima, el dislate no puede perpetrarse indefinidamente. Desde el franquismo -por no perdernos en datos históricos- hemos ido tirando gracias al trabajo mal pagado, al abandono del medio ambiente, a la emigración, al turismo. Pero el futuro no muy distante será diferente: no podremos permitirnos el lujo de pagar la exhorbitante factura de las nuevas tecnologías, mientras que escasearán los mercados para los productos cuya fabricación no exija demasiados conocimientos. País sandwich, presionado por los de arriba y por los de abajo. No seremos los únicos en correr esa suerte, pero mal de muchos, consuelo de tontos. Tal como se ve venir, los cogidos en mitad de la carrera no alcanzarán nunca el pelotón de delante, sino que serán engullidos por el de detrás.

Puede que todavía, en los próximos años, sigamos acercando posiciones con los países de nuestro entorno; pero sólo para ver luego que el alejamiento se reproduce, y a ritmo más acelerado. Pues ellos invierten en conocimientos varias veces más que nosotros en términos absolutos y teniendo en cuenta el factor demográfico. Así, Alemania, que ya nos lleva mucha ventaja, destina un 2,3% del PIB a investigación y desarrollo. Y ese país tiene 82 millones de habitantes. España, que no pasa de 40 y cuya renta per capita es sólo algo más de la mitad que la alemana, destina un escuálido 0,9 a este propósito. En cuanto al Reino Unido, con universidades bien dotadas, sigue siendo una potencia científica con la que hasta EE UU tiene que contar. En este aspecto, hay que quitarse el sombrero ante Gran Bretaña.

Llegando a un mínimo del 2% del PIB, con buena organización y mejores alianzas internacionales, aún podríamos llegar. Pero no es ese el talante que percibimos. Todo se va en palabras, promesas. ¿Creciendo para el matadero? Ojalá me esté traicionando la vena pesimista...

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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