Un aire
En un libro de crónicas madrileñas publicado en 1953 y firmado por José del Corral y José María Muñoz se refiere, citando como fuente a Oliver Asín, que la leyenda de Madrid como ciudad de vientos sutiles y aires saludables arranca de una etimología que explicaba el término como voz procedente del árabe ma darit, que significa ventosidad. Para los autores de esta amenísima y descatalogada guía para paseantes se trata de una broma escatológica que achacan a un morisco que sorprendió la buena fe de los eruditos del siglo XVI, mandándolos al pedo.
Para justificar las ventosidades, flatulencias y pestilencias que envilecían aparentemente el sutilísimo aire de la villa cortesana, eruditos y doctores madrileños del siglo XVII le explicaron al atónito viajero, sir Richard Wynn, que la arraigada y castiza costumbre de arrojar a la vía pública toda clase de desechos y residuos -sólidos y líquidos- urbanos, a las once de la noche, tenía saludables e higiénicas razones: 'Pues mantienen que el aire es tan penetrante y sutil que esa manera de corromperlo con vapores perniciosos lo mantiene en su composición debida'.
Carlos III acabó con tan insalubre costumbre, no sin la cerril oposición del sector castizo, que aducía que, gracias a ella, en la ciudad nunca se habían declarado grandes plagas. Pese a su, en gran parte inmerecida, fama de rey alcalde y rey albañil, Carlos III se cuidó mucho de vivir en la capital, antes y después de las obras de saneamiento emprendidas por sus ministros. En el citado libro de Sanz y Del Corral se menciona el calendario anual de Su Majestad resumido en estas palabras:
El monarca salía de Madrid con todo su séquito el 7 de enero, pasada la fiesta de los Reyes, y se instalaba en El Pardo hasta la víspera del Domingo de Ramos. Después de Semana Santa partía nuevamente de Madrid para dirigirse a Aranjuez, que abandonaba en los últimos días de julio. Desde entonces, hasta el 8 de octubre, veraneaba en La Granja y de allí pasaba a San Lorenzo de El Escorial, donde permanecía hasta el 10 de diciembre.
El idolatrado monarca de los madrileños sólo gozaba de los aires de su capital durante un mes al año, repartido entre Navidades y Semana Santa; el resto de su tiempo lo dedicaba a la caza, pasión dominante y obsesiva que prefiguraban su cuerpo de lebrel y su rostro de hurón, retratado por Goya del natural con escopeta y perro en su uniforme de diario.
El decreto de aire limpio promulgado por Su Cinegética Majestad fue muy alabado por Beaumarchais, el autor de El Barbero de Sevilla y Las Bodas de Fígaro (otra fijación obsesiva, ésta con el ramo de la peluquería), que llevaba un año en Madrid tratando de casar a una hermana suya con el escritor español José Clavijo, en contra de su voluntad se supone, por el tiempo y por el trabajo que tuvo que poner en su empeño el libertino autor, hombre de labia y de ingenio.
Beaumarchais habla de la ciudad purificada como una de las más limpias que jamás ha visto, pero advierte también del potencial peligro que encierran esos vientos que matan a un hombre sin apagar un candil: 'Por todas partes circula con facilidad un aire fresco y apetecible, tan vivo que incluso puede matar a un hombre al atravesar una plazoleta, pero esto sólo les sucede a algunos españoles agotados por su desenfreno y enardecidos por el alcohol. Este pueblo alía una devoción supersticiosa a una notable corrupción...'. Hoy, el aire de Madrid está de nuevo enrarecido y no mata a casi nadie, al menos de forma directa, y en casos que nada tienen que ver con el desenfreno y el alcohol, aunque sí tal vez con la corrupción.
El aire, la atmósfera de Madrid, necesita una nueva purificación, una limpieza a fondo que acabe con la contaminación, con la corrupción y con la represión, pero por lo visto entre las doctas y eruditas autoridades que gobiernan nuestra ciudad en el siglo XXI siguen vigentes aquellos reparos del siglo XVII, ya saben: para mantener la debida composición y equilibrio de un aire tan sutil y pernicioso como el nuestro hay que 'corromperlo con vapores perniciosos', dejar que se pudra un poco más para evitar que nos mate un aire en una esquina después de haber pillado una cogorza en una plazoleta.
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