Cine muerto recién nacido
El de ayer era, antes de producirse, el reparto de oscars de los últimos años que menos quebraderos de cabeza anunciaba a los profesionales del cine californiano encargados de confeccionarlo. Era tan abrumadora y tan cortante la evidencia de que, de las cinco películas en liza para el gran premio, sólo una, la honda y vigorosa Traffic, contenía -pese al casi indecente paño caliente de un final impregnado de moralina y con toda la pinta de impuesto desde un despacho político a los creadores del filme- cine de gran vuelo y elevación, audaz y preciso, comprometido y adulto, que sobre el papel parecía imposible que el abismo que separa a esta notable obra de sus cuatro competidoras se resolviera con el salto de una de ellas, y para mayor inri precisamente la más epidérmica y tramposa, Gladiator, al primer término.
No es ésta una decisión que toman espectadores de cine con ojos blancos, en limpio, que agradecen, y por ello entronizan, el juego de dos o tres horas de pantalla suntuosa y aventurera, vistosa y trepidante, sino que estamos ante una decisión derivada de la alquimia de unos profesionales del oficio de hacer películas, a quiene se les supone (aunque probablemente esto es demasiado suponer) que conocen desde dentro, desde las raíces de su fábrica y de su lógica, las leyes de su oficio y saben cuándo y por qué una cámara miente y cuándo y por qué una cámara crea verdad. Una de dos: o quienes han discernido el supremo, el que traza y abre caminos, Oscar del año para Gladiator son en realidad gente amateur disfrazada de profesional de un asunto cuyas tripas desconocen o, por el contrario, son gente archiprofesional, auténticas ratas de un oficio que dominan de los pies a la cabeza, pero con ésta cargada de suficiente cinismo para cumplir con limpieza de prestidigitadores el encargo (a sabiendas de que es falsario y tramposo) de encumbrar a un vistoso y rentable espectáculo de cartón piedra digital, para así cortar el vuelo de un filme muy superior, un valeroso, a ratos incluso intrépido, despliegue de celuloide puro, un ejercicio de renovación del lenguaje del realismo dentro de las convenciones genéricas del thriller clásico, al que Traffic da nueva vida, nuevos horizontes, nueva sangre.
Y la opción se hace simple, no crea sombra de duda. El Oscar a Gladiator y el vacío a Traffic es un doble, listo, turbio, ladino, frío -y ciertamente no nuevo, sino muy frecuente en las trastiendas de esta gozosa y divertida fiesta o farsa- disparate cinematográfico con el que los profesionales de la industria californiana, obligados por los subentendidos gremiales y por el sueldo de los estudios, matan con astucia dos pájaros con un solo tiro: abren paso y empujan con nuevos vientos a un modelo de espectáculo de aspecto rotundo, pero hueco y fácil, que interesa vivamente a los programadores de las oficinas de marketing indagatorio del vacío de este comienzo de siglo; y completan la jugada comercial echando a las cunetas de lujo del cine independiente a la hermosa insolencia de un filme de gran talla, pero que no se atiene a las normas y que, aunque endulzado por una guinda de moralina impuesta, sigue siendo celuloide agrio, libre, desobediente y fértil.
¿Con qué argucia de bocamanga se explica que los profesionales californianos otorguen a Traffic los oscars a la mejor dirección y al mejor guión y no concluyan de este doble (y obviamente justo) otorgamiento lo que en realidad deja ver, que es el indicio irrefutable de que sin la menor duda se trata de la mejor película? En los últimos años, y desde las primaveras en que el gran Oscar fue concedido a Sin perdón, El silencio de los corderos y La lista de Schindler, tres obras maestras cuya estatura estética aumenta a medida que se alejan en el tiempo, la admirable y gozosa farsa del más vivo y tramposo show televisivo que existe no había contado con una ocasión como ésta para enlazar a su pequeña historia con el título de un filme que acaba de nacer y ya huele a historia. Y se ha ligado irremediablemente a otro recién nacido y que ya huele a muerto.
Babelia
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