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La última ola de atentados en el Cáucaso ruso amenaza con ensombrecer la gestión de Putin

El presidente cumple su primer año de mandato tras la elección que le confirmó en el cargo

Cuarenta y dos heridos por el coche bomba que explotó a la entrada del mercado de Minerálniye Vodi seguían ayer en estado grave. El Kremlin lanzó una gran operación de control en el sur de Rusia, deteniendo a todos los automóviles en las carreteras y procediendo a minuciosos registros. Fue así como se logró descubrir otros tres coches cargados de explosivos. La desactivación de los artefactos transcurrió ayer sin problemas, a diferencia de lo ocurrido el sábado en Karacháyevo-Cherkessia, donde dos policías perecieron cuando estalló el auto que trataban de neutralizar.

Tras las explosiones, y gracias a los relatos de testigos, se detuvo a un sospechoso. Además, en Chechenia fueron detenidas otras tres personas bajo la acusación de estar relacionadas con los actos terroristas del sábado.

A pesar de que en Chechenia muere más de un soldado o policía cada día, como media, y de los atentados de ayer, Putin presenta la estabilidad y la construcción de un Estado fuerte como sus grandes logros en un anticipo de su próximo discurso del 'estado de la nación'. Nadie pone en duda que la Rusia de Putin es más estable que la de Yeltsin. Puede incluso que más próspera (gracias al rublo barato y el petróleo caro), aunque no más libre y democrática. Se acabaron los tiempos en los que el jefe del Gobierno podía pasar al paro según el humor con el que se despertase de la siesta un presidente enfermo, voluble, parcialmente incapacitado y sometido a influencias externas.

El heredero del KGB

Ahora se sabe dónde está el poder. Otra cosa es cómo se articula. Y lo hace sobre tres ejes: los restos de la corte de Yeltsin, los economistas liberales de San Petersburgo y los ex compañeros de Putin en el KGB. Él da prioridad a estos últimos, la gente de la que más se fía. Y si hay un número dos del régimen, ése es su antiguo colega Serguéi Ivanov, secretario del Consejo de Seguridad y que no deja de sonar como relevo del primer ministro Mijaíl Kasiánov. Además, Putin ha puesto al FSB (heredero interno del KGB que él mismo dirigió) al frente de las operaciones en Chechenia, su gran fracaso.

Tal vez no haya allí una guerra abierta, pero mucho menos aún hay paz, sino un enquistado y sangriento conflicto sin salida que amenaza con llevar el terrorismo fuera de las fronteras de la pequeña república norcaucásica.

Putin ha reformado el Senado para alejar a los barones regionales de Moscú y del mecanismo legislativo, y se ha deshecho de los más molestos. Pero no se atrevió con el de San Petersburgo, Vladímir Yákovlev (al que se dice que guarda especial inquina). Prefirió pactar.

Su táctica consiste en contemporizar y comprar lealtades, antes que utilizar la guillotina. Si su objetivo era poner firmes a las regiones, puede decirse que colocó a sus fieles al frente de algunas de las más importantes, que acabó con el desmadre de las leyes que contradecían la Constitución federal y que nadie le planta cara. Pero los barones conservan gran parte de su poder, reforzado por la posibilidad de ser reelegidos dos veces.

Los oligarcas, a los que prometió eliminar como clase, son menos visibles, pero los únicos en apuros son los que se le enfrentaron: Vladímir Gusinski y Borís Berezovski. La fiscalía actúa selectivamente, de forma implacable con los enemigos de Putin y con pasmosa ceguera con los leales, mientras la prometida reforma de la justicia se retrasa una y otra vez. La suerte de Gusinski, el patrón de Media Most, ilustra el peligro que, bajo Putin, corre la libertad de expresión. El diario Segodnia y la cadena de televisión NTV, única crítica con el poder, se hallan en el corredor de la muerte. Una difusa doctrina de la seguridad de la información promete defender al Estado de la prensa, toda una novedad en una democracia.

Pero sus ausencias resultan a veces clamorosas, como la del pasado agosto, cuando siguió jugando al tenis en el mar Negro en plena crisis por el accidente del submarino nuclear Kursk. Una catástrofe que simbolizó la decadencia tecnológica y militar rusa, cuyo máximo manifiesto, la estación espacial Mir, se hundió el pasado viernes en el Pacífico en más de 1.000 pedazos.

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