'Mi literatura es como un arte marcial'
Shan Sa (Pekín, 1973) vivió como líder universitaria la matanza de Tiananmen el 3 de enero de 1989. Era una niña prodigio: a los 11 años publicó su primer libro de poemas. Hija y nieta de escritores represaliados por la Revolución Cultural de Mao, la risueña y profunda Shan dio también muestras de compromiso precoz al participar en las huelgas de hambre contra el régimen comunista. Fue un beso, el que le dio su amigo Min entre las ruinas del Palacio de la Primavera, lo que le salvó la vida aquella noche trágica. Poco después, huyó a Francia, donde vivió dos años con el pintor Balthus y siguió escribiendo sus poemas. En 1998, se decidió a narrar una historia muy parecida a la suya. Es La puerta de la paz celeste, una novela deliciosa y terrible, sutil y poética, que devuelve al lector el gusto por las historias de acción y de amor. Premiada con el Goncourt a la mejor ópera prima, la publica en español Ediciones del Bronce, la misma que edita al Nobel Gao Xingjian. Shan Sa ha venido por segunda vez a España, un país que le fascina, dice, 'por la intensidad de la mirada de la gente'.
Pregunta. ¿En qué medida es usted la protagonista de su novela, esa Ayamei que huye de Pekín perseguida por el ejército?
Respuesta. La heroína soy yo. Reflejo una parte de China que conozco bien, la de los universitarios contestatarios que vivimos aquellos días de conmoción y fractura por el terremoto de Tiananmen. Ayamei forma parte de esa China oprimida por la policía, mal vista por el pueblo y que sólo comprende los sucesos de Tiananmen desde el exilio o la cárcel. La teoría es cierta: en Francia he encontrado a muchos líderes de aquel movimiento, como Wang Dan, que pasó 10 años en prisión. Mi generación ha entendido China y su futuro desde la cárcel o el destierro.
P. ¿Cómo fue su huida del país?
R. Complicada. A través de la embajada de Francia, los amigos parisinos de mi padre le invitaron a dar un curso en La Sorbona. Y yo me fui con él.
P. Su novela muestra la confrontación entre la literatura y el poder político. Pero el teniente que debe encontrar a la disidente acaba sucumbiendo al poder de la literatura...
P. ¿No es una mirada un poco ingenua?
R. La primera dinastía china, del siglo IX antes de Cristo, fue el primer poder centralizado de mi país. Desde entonces las dinastías han ido cambiando y la poesía se ha mantenido.
P. Pero el poder se ha hecho incluso más fuerte...
R. Por un lado existe la política, el poder, ya sea el del comunismo o el de la democracia. Y por el otro está la oposición a esos poderes: el arte, la pasión humana, la literatura, el cine, la pintura, la música... La interacción entre política y pasión crea una neurosis. Y esa neurosis es en gran parte la explicación a la inspiración de los artistas. Sin violencia política, el arte no existiría.
P. Quizá por eso el arte occidental lleva tiempo dando señales de agonía. ¿Cuál es su impresión, viendo las cosas desde Francia?
R. Creo que en Francia, o quizá en Europa entera, se ha perdido el sentido de la narrativa esencial, el gusto por contar historias. Y quizá por eso los lectores europeos están descubriendo otras tradiciones, como la nuestra, que propone esa mezcla tan china de acción y poesía.
P. ¿Qué sabe de China ahora?
R. Está muy poco mejor que antes. Es un país que atraviesa una gran crisis de modernidad y de identidad. Está en una travesía del desierto que acabará, me parece, en el encuentro de dos civilizaciones. Todos tenemos esa crisis de identidad y sólo si miras desde fuera te encuentas a tí mismo. Confío en que de esa mezcla surja un nuevo vuelo del arte, de la escritura, del cine, del fútbol...
P. ¿Qué papel juega, como metáfora, ese personaje adolescente y mudo que ayuda a escapar a la joven de su novela a través de una montaña mágica?
R. Juntos dejan la China moderna y se internan en la China eterna, en el contacto con los árboles simbólicos, con la tierra, con el espíritu de la vieja esencia china. Ese niño mudo es en realidad un zorro, un semidios que se metamorfosea: no es tan puro como un Buda ni está iluminado, pero ama la belleza y conoce lo sensual. Para mí es también la proyección del deseo de ella. El libro cuenta una historia de amor púdico, no físico. El amor carnal está prohibido en China. El zorro guía a la joven a una nueva dimensión, a la reconciliación con ella misma, a la búsqueda de la mujer eterna, que ya no es revolucionaria pero que espera y busca, empujada por una pulsión física superior a ella misma.
P. ¿Cómo es esa historia del beso que le salvó la vida?
R. Fue el 3 de enero de 1989. Era un viernes, y yo iba a Tiananmen para organizar otra jornada de huelga de hambre. Por el camino encontré a Min, un joven compañero de la Universidad. Se llama como el amor imposible de la chica en la novela, el que se suicida. En el último momento cambiamos de idea y fuimos a las ruinas del Palacio de la Primavera. Nos dimos nuestro primer beso, y eso nos salvó de la masacre. Una prueba más de la rara amistad entre el amor y la muerte.
P. ¿Y qué fue de Min?
R. Se casó. Es trágico, ¿no? Un drama, casi un suicidio.
P. ¿Se parece su escritura a la de Gao Xingjian, último premio Nobel?
R. Él, como yo, busca a China a través de su escritura. Su escritura es como un libro de oraciones para rezar todos los días. Mi literatura es un arte marcial.
Babelia
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