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Reformas tardías

Una economía necesita competencia y flexibilidad para tener éxito. Pero, por atractivas que éstas suenen, tienen muchos enemigos. La competencia implica ganadores y perdedores, y presión para obtener un buen rendimiento; la flexibilidad significa que el statu quo puede quebrarse de la noche a la mañana. Llevando a la práctica estos conceptos, EE UU ha visto dispararse el empleo durante diez años y unas tasas aceleradas de innovación y productividad. Para algunos, la recesión actual pone en entredicho todo esto. Pero declarar en bancarrota el modelo americano es un craso error.

Tomemos el modelo europeo: aferrarse al statu quo, consejos de trabajadores, sindicatos, parados bien pagados, juegos de salón de gobiernos de izquierdas... El deficiente lado de la oferta no se debe a falta de rendimiento, sino a elección política. Europa es rica, está contenta y complacida. Alemania es un buen ejemplo. Envidiosos del éxito político de la semana francesa de 35 horas y de las iniciativas de Holanda para el trabajo a tiempo parcial, los socialdemócratas decidieron probar suerte. Basándose en un sondeo sobre cuántas horas preferían trabajar los empleados, el DIW (Instituto para Investigaciones Económicas), descubrió que de 31 millones de encuestados, un 30% prefiere menos horas, aunque ajustadas al salario, y un 26% quiere trabajar más. A pesar de las diferencias entre hombres y mujeres, orientales y occidentales, y trabajadores a tiempo completo o parcial, muchos empleados a tiempo parcial quieren más trabajo, y muchos a tiempo completo, menos. Así que, pregunta el DIW, ¿por qué no lo hacemos legalmente factible?

Parece que los europeos siguen creyendo en un país de hadas en el que los deseos de uno se materializan en leyes

Para hacerlo, los legisladores se inventaron lo siguiente: si lleva trabajando más de seis meses, un empleado puede pedir reducción de horario; y los empleados a tiempo parcial tienen el derecho a un puesto a tiempo completo cuando quede una vacante. Sólo consideraciones graves que afecten al funcionamiento, o las preferencias de otros operarios a tiempo parcial, constituyen un motivo para impedirlo, pero el coste -financiero y legal- es alto. Desde la óptica de la economía, es una locura. En EE UU, los sindicatos son en gran medida irrelevantes. Las empresas contratan y despiden a voluntad, y sin coste significativo (fíjense en la Chrysler, de propiedad alemana).

¿Cuánto tiempo pueden los países ricos como Alemania permitirse unos impuestos indirectos sobre sociedades que no dejan de subir y obstáculos cada vez mayores para funcionar eficazmente? Ni siquiera Alemania puede permitirselo. Pronto la política sindical vandalizará la esencia económica. ¿Y qué pasará? ¿Un país de Nuncajamás? ¿Una tierra en la que nadie trabaja y todo cae del cielo? Parece que los europeos siguen creyendo en un país de hadas en el que los deseos de uno se materializan en leyes. Pero en la cada vez más vieja Europa, ¿quién va a pagar a los parados y mantener a un creciente censo de jubilados?

Dos décadas de políticas desastrosas han llevado a una bancarrota acumulada al gobierno y las finanzas en Japón. Alemania parece empeñada en seguir el mismo camino por medio del mercado laboral. Francia no difiere mucho e Italia es aún peor. Los gobiernos de Europa han desperdiciado la última década, en la que podrían haber emprendido grandes reformas. Ahora la alternativa es entre una reforma dolorosa o un declive lento. En la economía real, los finales felices se escriben con políticas sólidas.

Rudi Dornbusch es profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts. © Project Syndicate, Marzo 2001

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