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Columna
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Lengua patriótica

Lea-Artibai Ikastetxea ofrece cursar en cuatro idiomas una ingeniería única en España

Nací en Burdeos, adonde mis padres habían escapado de la guerra. Empecé a hablar francés casi a la vez que castellano, mi lengua materna. Sin embargo, desde que tengo recuerdos, mi verdadera lengua era otra, que nadie en mi casa hablaba ni entendía, pero mi madre adoraba. Muchas veces escuché su reproche: 'Y tú ¿por qué no hablas euskera?' Mi padre, en cambio, me enseñó que los humanos hablamos más que nada para entendernos. Él era tratante (trataba con artistas) y siempre llevaba consigo varias lenguas de repuesto. No aprendió euskera porque nunca lo necesitó para entenderse con los demás. Incluso con mi madre... Para mí fue más difícil, pues nací con el pecado de no conocer mi propia lengua y la vergüenza de que mi lengua materna me era extraña. Por eso, en muchos años, no pude entenderme conmigo misma. Estudié hasta convertirme en profesora de euskera. Pero aún tenía que encontrarme con la vida.

Con el tiempo he comprobado que las tonterías y maldades no dejan de serlo porque se expresen en euskera. Y que el no tener nada que decir no lo arregla ningún idioma, aunque puede disimularse. Hay un pueblo en Guipúzcoa donde los vecinos pueden pasarse horas conversando sin decir nada acerca de nada, en una charla interminable sin sujetos ni predicados. Quizás porque si dijeran algo sustancial, acabarían por salir a relucir viejos crímenes que les impedirían terminar la fiesta en paz. Y ahora que lo pienso, no es tan distinto lo que nos está pasando a muchos. Porque, ¿de qué podría hablar yo con mis amigas del colegio sin correr el riesgo de abrir la caja de Pandora?

La lengua también puede usarse para no entenderse. Hace poco presencié una situación en un tren de cercanías. Una madre muy arreglada de treinta y pico años traía de la ikastola a su hijo de seis. Empezó a hablar al niño en un euskera forzado y, cuando el niño respondió en la misma lengua, fue ella la que no entendía nada y con expresión de pánico comenzó a hablarle en castellano. Al poco, volvía a comenzar la misma historia, y así una y otra y otra vez hasta que les perdí de vista.

Es la pérdida del sentido común. Cuando la lengua se usa para no decir nada, o para no entenderse, o para dar con la puerta en las narices, ¿de qué se trata entonces? Me temo que se trate del poder. Hay quien esperará que imponiendo una lengua patriótica logrará la sumisión de los demás.

Pero no faltan razones para la esperanza, porque el sentido común renace donde menos se le espera. A un pueblecito euskaldun de las montañas que unen Guipúzcoa con Navarra llegó un funcionario del Gobierno vasco a convencer a los padres de la importancia de escolarizar a sus hijos íntegramente en euskera, su lengua materna (por descontado, ese mismo funcionario no tendrá empacho en convencer a padres castellanohablantes de hacer justamente lo contrario). Pero en esa montaña poblada por aldeanos euskaldunes se levantó uno y, en nombre de todos, replicó al asombrado funcionario: 'Euskera ya saben. Ahora, que aprendan castellano'.

En mi instituto no han podido con todos los alumnos que se están escolarizando en euskera. Unos estudian en euskera y escriben sus cuentos en castellano; otros cantan canciones de Alejandro Sanz o hacen trabajos voluntarios sobre la Armada Invencible, sobre el Che o sobre el primer hombre que pisó la Luna. Cada uno tiene su vida y sus ideas, acordes con esta sociedad plural y mestiza que formamos los vascos. No existen sólo los uniformados del Jo-Ta-Ke. Esa evidencia es lo que me mantiene con vida, sin convertirme en zombi. Es falso que a mayor uso del euskera, mayor nacionalismo. Creo que es justamente lo contrario. En el fondo, mi motivación política más fuerte ha sido ayudar a que el euskera se convierta en una lengua normal, que se use y se cambie, que se estire y se encoja, y en la que cada uno diga lo que le dé la gana. Y que, cuando le dé también la gana, use el castellano o la lengua que le plazca.

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