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Columna
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Dos días

Eran los que tenía Jürgen para estar con nosotros, antes de regresar por donde había venido, autobús y avión mediante, de Madrid a Munich. Yo no lo conocía, pero sí Manolo, que había estado estudiando con él en Santiago, y me lo pintaba como un tipo estupendo, que además de hablar castellano a la perfección amaba a Borges, las tapas, el jazz, todas esas cosas que sirven para tender filamentos y construir puentes, y lo aguardábamos comiéndonos las uñas. Nosotros somos modernos y desapegados, amén de mordaces, y por eso no íbamos a condescender a someter a Jürgen a los estereotipos cañís del turismo en la ciudad: nada de Barrio de Santa Cruz, nada de Giralda, de pasado árabe, nada por supuesto de flamenco ni lo que se le pareciese remotamente. Más audaces, habíamos calculado demostrarle el grado de cosmopolitismo de Sevilla invitándole al concierto de jazz que aquella noche tendría lugar en el Central: el trompetista italiano Enrico Rava, que, decía Manolo, solía soplar bastante bien. Jürgen llegó hecho un acordeón en los asientos finales del Sevibús; era una especie de Van Gaal pequeñito y simpático, con lentes miopes y una barba de hilachas amarillas. A las nueve nos personamos a la entrada del Central. Manolo y yo quedamos suficientemente complacidos por el exotismo del público que se apretujaba a la puerta del teatro, y con estudiada indiferencia se lo hicimos notar a Jürgen. El pobre, después de pasearse por todo el cementerio de la Expo y compartir estrecheces con dos docenas de estudiantes postmodernos, intelectuales de pana y niñas que paseaban libros, presenció cómo la organización del Central repartía unos escuetos papelitos en que se informaba de la suspensión de la función debido a la huelga de la patronal. Huelga y patronal nos resultaron a los tres términos incompatibles, pero nos largamos despacio, tratando de esquivar el sentimiento de decepción, que no ayuda.

Habíamos pretendido compararnos a Munich o a cualquier otra de esas ciudades con diez páginas de espectáculos en los periódicos. Como tres fantasmas nos deslizamos hasta el único local de jazz de Sevilla, que está en la Alameda, y calentamos un par de cervezas en las manos mientras nos consolábamos mirando las fotografías de Chet Baker y Ben Webster. El sábado por la mañana, Manolo y Jürgen fueron a comprar libros a la Gavidia e Ida y yo los recogimos con el coche. De vuelta de las tapas obligatorias, entendí lo que había que hacer: pasando por San Lorenzo vi abierta la basílica del Gran Poder y arrastré a todos adentro. Jürgen asintió con interés a mis descripciones antropológicas en voz baja, y abrió solemnemente los ojos cuando, ya fuera, le hablé de las procesiones, de los capirotes, de las saetas y los costaleros, personajes que le merecieron dos bufidos y un gesto de dolor de la boca. Ya en vena, lo obligamos al típico serranito, que halló bien bueno, nutritivo y hasta gracioso, por aquello del nombre. Agotado, me despedí de él el sábado por la noche; partía al día siguiente de nuevo en el Sevibús, sin la novela mía que yo le había prometido, sin Enrico Rava, pero conociendo el Gran Poder y las virtudes vigorizantes del serranito. En cuanto a Manolo, creo que bastó una última mirada cómplice: en caso de emergencia, siempre queda recurrir a los productos de eficacia probada.

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