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Columna
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Por qué nos riñe tanto el presidente

Tiene todos los motivos para sentirse feliz: cinco años en el poder y otros tres para cumplir la promesa de irse; un partido compacto, sin fisuras, como gustaban decir a los socialistas hace 20 años; una holgada ventaja en intención de voto sobre su inmediato competidor que, muy bien valorado y todo, no acaba de recortar distancias; un horizonte despejado para sacar adelante todas las iniciativas reformadoras que se le antoje y legislar sobre lo que guste; una oposición que, a fuerza de querer resultar útil, está a punto de parecer complaciente; unos socios catalanes que van dando trompicones, en lo que es ya sin duda un fin de época; un peso en Europa y más allá con el que no había soñado ni en sus momentos más eufóricos.

A todo esto, que forma parte de lo ya adquirido, habría que añadir la excitación de los retos que tiene por delante, de una magnitud a la medida del personaje. En los próximos años vamos a dejar atrás la peseta y adoptar la moneda única, y lo vamos a hacer, bajo su presidencia, en el grupo de cabeza; vamos a poner en marcha un plan hidrológico que saludará alborozado desde su tumba el mismísimo Joaquín Costa; vamos a reformar la justicia, para que sea rápida, eficaz e independiente, en el proyecto más ambicioso nunca emprendido por ningún gobierno; vamos a hacer de Madre Patria pagando el viaje de vuelta a todos los inmigrantes que cumplan la ley; vamos a reformar el sistema educativo, no se diga que el Gobierno del PP es el primero que deja en educación las cosas tal como las encontró, o sea, mal.

Satisfecho por lo conseguido en estos cinco años, excitado por muchos y muy grandiosos retos pendientes para lo que queda de legislatura, al presidente no le faltan tampoco motivos de contento por ser como es, tan distinto de los demás, tan poco apegado al poder, tan dispuesto a cumplir su promesa de retirarse así que pasen otros tres años. Hoy, acaba de decir a los dirigentes de su partido, nadie duda de que 'voy a cumplir' el compromiso de permanecer sólo ocho años en La Moncloa: nadie en España asistirá al espectáculo 'de un gobernante que se aferra al poder a cambio de lo que sea'. Él no es de ésos.

Y sin embargo, a pesar de las metas alcanzadas y de las que están por alcanzar, y de lo muy contento que se muestra de haberse conocido, no hay manera de que deje de regañar, con el gesto o la palabra, a todo el que se le ponga a tiro de piedra: a su partido, por dedicarse a la tontería y el despropósito de discutir la sucesión; a la presidenta del Congreso, por recordarle que el tiempo de su réplica había terminado; al líder de la oposición, porque no sabe si es parte de la parte contratante o de la otra parte; a su socio catalán, ya no se sabe bien por qué; al presidente de Aragón, por el despropósito, una vez más, de las desalinizadoras; a los periodistas, porque andan dale que te pego con la sucesión y se quejan si no les contesta: 'Encima, no se queje', dijo a uno; al vicepresidente segundo, porque ha dicho que con los kilitos puestos en los últimos meses no se encontraba en forma para participar en ninguna carrera, sea o no sucesoria.

Y así ha transcurrido la semana de celebración del Aniversario Primero de la Mayoría Absoluta y Quinto de la Era Popular, con el presidente de mal humor, riñendo a todo el mundo. ¿Por qué será? Pues cotejando lo dicho en las recientes ruedas de prensa y en su discurso-reprimenda al partido, no cabe más que una respuesta: ¡porque nadie es como él! Nadie es capaz de afrontar las cosas 'como yo las afronto'. Ahí está precisamente la madre del cordero: ningún líder puede sentirse íntima, profundamente satisfecho hasta que constata que todo el mundo le sigue. Pero seguir al líder, cuando ha subido tan alto, y conquistado tantas cimas, es tan difícil que nadie, nadie, logra estar a la altura de las circunstancias. 'Yo espero y deseo' -dice y repite- que lo estén, pero no lo están. Por eso se enfurruña y no nos deja de reñir.

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