Ante todo, el respeto a los derechos humanos
La afirmación de la identidad nacional o religiosa propia no puede hacerse, según la autora, a costa de los derechos de los demás
Cualquier persona que hace veinte años viajó a la antigua Yugoeslavia tiene el recuerdo de que cualquiera de sus habitantes, así fuera de Belgrado, Mostar, Sarajevo o Split, se definía exclusivamente como yugoeslavo y orgulloso de formar parte de una identidad nacional que en sí misma englobaba todo un abanico multicultural, multietnico y multireligiosos.
Si hace diez años hubiéramos preguntado a uno de esos mismos habitantes, nos hubieran contestado que eran serbios, croatas o bosnios. Y hace cinco años, quizá ese mismo habitante se habría identificado como musulmán, católico ortodoxo o católico romano.
¿Qué es lo que ocurriría si planteáramos en la actualidad esa misma pregunta? Probablemente, esta misma persona se definiría a sí mismo de nuevo como serbio, croata o bosnio, o quizá también como europeo. ¿Y si esta misma pregunta la hiciésemos dentro de otros cinco años? A lo mejor entonces la respuesta sería, europeo, y, quince años más tarde, ¿ciudadano del mundo?
Si hubiéramos planteado dicha cuestión a un alemán en 1937, nos hubiera dicho, henchido de orgullo, que pertenecía a la 'nueva Alemania' y al Partido Nacional Socialista. Pero, ¿qué ocurriría hoy si preguntamos a un alemán qué fue lo que hicieron su padre o sus abuelos durante la segunda guerra mundial? Un silencio denso y pesado sería la única respuesta a nuestra cuestión en la mayoría de los casos, o quizá una evasiva del tipo 'no quedaba más remedio' o 'no había más posibilidades de sobrevivir', con un tono de embarazosa disculp. ¿Qué ocurrió entonces con esas masas enardecidas que vemos aclamar a Hitler en los documentales?
Pero no nos extrañemos. Quien más o quien menos cuenta en su propia historia personal o familiar con ejemplos similares. Y es que la identidad social, nacional o cultural pasa por momentos diferentes que van cambiando a través del tiempo. Evidentemente, esto nos haría pensar que la identidad personal está compuesta de múltiples facetas, que van evolucionando a lo largo de la vida; por una parte, mediante las identificaciones que vamos realizando a través de las distintas influencias que tenemos, y, por otra, mediante la adaptación al ambiente que nos rodea.
Lo mismo ocurre con los pueblos. En un momento de la historia es la identidad nacional la que predomina, en otros la lingüística,la religiosa en otros, y los pueblos se matan por defender cualquiera de estas identidades. A lo largo de la historia, existen momentos en los que un gran número de personas exaltan un aspecto de su identidad sobre los otros, como ocurre, por ejemplo, en el caso de la ex Yugoeslavia, donde vecinos que poco tiempo antes convivían pacíficamente se convierten en acérrimos enemigos, o en el de Irlanda, donde la religión divide a dos comunidades que hablan el mismo idioma, convirtiéndolos en enemigos irreconciliables.
Cuando una persona, ve amenazado o teme perder un aspecto significativo de su identidad, como puede ser la independencia, la religión o el idioma, pone en marcha una violenta reacción defensiva contra el que considera su opresor. El narcisismo de las pequeñas diferencias hace estragos. Así mismo, cuando un pueblo ve amenazada su identidad, va a refugiarse en sus valores y símbolos y costumbres más arcaicos, lo que no hace sino fomentar el fanatismo y alimentar el sacrosanto narcisismo de las pequeñas diferencias. Sin embargo, las costumbres símbolos y valores no siempre han de ser respetados, no cuando atentan contra los derechos humanos, como es el caso de la costumbre de la ablación del clítoris en algunas tribus africanas.
Quizá uno de los problemas que se estén poniendo de manifiesto con el tema de la globalización sea el miedo de cada pueblo a perder las características que le diferencian de los demás. Los pueblos que temen perder su identidad o piensan que está amenazada se atrincheran en un nacionalismo acérrimo, más propio del siglo XIX que del XXI. Necesitan marcar de forma absoluta las diferencias, quizá porque cada vez los habitantes del mundo nos diferenciamos menos entre nosotros.
Si pensamos que en el ser humano influye la herencia de los ancestros de cada uno y la relación con el entorno en el que vivimos, es posible que cualquiera de nosotros tenga menos diferencias con un habitante de América o Australia -por la forma de vida que llevamos, cada vez más similar- que con nuestros propios bisabuelos, teniendo en cuenta el desarrollo enorme de todas las tecnologías, y en especial la de la comunicación, habido en el siglo XX.
Pensemos por un momento en la identidad lingüística. La lengua materna de un pueblo es por una parte un aspecto de su cultura y vehículo de transmisión de sus tradiciones, y por otro la que hace que esas personas se comuniquen entre sí. Pongamos como ejemplo un idioma minoritario cualquiera, como puede ser el finlandés. Esta lengua sirve para que las gentes de ese país se comuniquen entre ellos, pero si quieren entenderse con el resto del mundo han de acudir a otro idioma. Esto hace que desde niños aprendan en las escuelas un segundo idioma, el inglés, que les hace capaces de abrirse al mundo. Sin embargo, ni en Finlandia ni en ningún otro país en el que se habla una lengua minoritaria las madres hablarán a sus hijos en inglés, ni los niños jugarán entre ellos en otro idioma que no sea el propio. El idioma en el que cada persona comunica sus sentimientos es siempre la lengua materna. ¿Qué es lo que ocurriría si esta lengua materna se excluye de todos los organismos oficiales para sustituirla por otra, si se obliga a los niños desde su entrada en las escuelas a desechar su lengua materna para hacer que aprendan y comuniquen con los maestros, por ejemplo, en inglés, un idioma que probablemente sus propios padres desconozcan? Está claro que esto sería absurdo, ya que crearía el caos.
Tomemos lo ocurrido en Argelia. Los franceses no trataron de que los argelinos se convirtieran al cristianismo, pero intentaron imponerles su idioma, dejando de lado el respeto por la lengua árabe. ¿No será este motivo parte del resentimiento fanático que aún sigue cobrándose víctimas en ese país? Quizá sea una simplificación, pero pienso que sí.
Es posible que si afirmamos con tanta rabia nuestras diferencias, si hoy en día se sigue matando por ellas, no sea más que porque cada vez somos menos diferentes. Porque, siendo importantes las distintas pertenencias, bien sean de raza, religión o idioma, cada vez van cediendo en importancia ante el hecho más relevante de nuestra pertenencia a la comunidad humana.
Isabel Usobiaga es médico psicoanalista
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.