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LA CRÓNICA
Columna
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De Solà-Morales, la discrepancia civilizada

'L'has fet massa grossa aquesta vegada, Ignasi. Ens ho has posat molt difícil'.

La voz entrecortada de Manuel de Solà-Morales expresaba el sentir de la multitud congregada ayer en el tanatorio de Les Corts para despedir a su hermano Ignasi, muerto en Amsterdam de un infarto. Poco antes, las palabras del Apocalipsis y del Evangelio de San Juan habían tratado de llevar algún consuelo a los congregados. Poco consuelo, en realidad: cuando desaparece alguien de apenas 58 años, todavía lleno de proyectos, los textos, aunque sean clásicos, no ayudan mucho. Lo más inmediato -y humano- ante la injusticia es reclamar. Aunque sea al propio difunto. Así lo dejaban sentir sus familiares y la legión de amigos encabezada por Pasqual Maragall, Narcís Serra y Miquel Roca.

Una multitud se congregó ayer en el tanatorio de Les Corts para despedir a Ignasi de Solà-Morales, un arquitecto decente

Ignasi de Solà-Morales o la cívica discreción barcelonesa. Las dos obras mayores que lega a la posteridad no son suyas, sino de otros arquitectos: de Mies van der Rohe, en el caso del recuperado pabellón de Montjuïc, y de un tal Oriol Mestres que en 1861 ya se encargó de resucitar al Liceo tras el primer incendio. No hay muchos arquitectos dispuestos a tanta humildad. A él la ciudad le podía. Y siempre le había de quedar el estudio, la academia, para librarse de cualquier atisbo de vanidad.

Lo del Liceo no es del todo verdad, claro. La sala de Mestres, con sus medallones neoclásicos, sus angelotes turiferarios y sus lámparas aladas no representa sino un 20% del total de la obra ahora realizada. Solà-Morales era muy consciente de que ese 20% iba a llevarse la parte del león informativa, es decir, los titulares más grandes. Sabía también que ahí se jugaba el pastiche, el peligro de convertir el Liceo en un 'parque temático', según su irónica manera de decir. Soportó todo eso estoicamente, como una consecuencia del compromiso tomado con la ciudad, pero su verdadera pasión se fue a la zona que el gran público nunca podrá ver: el escenario, las salas de ensayo, los despachos, las entrañas donde se cuece el arte. El Liceo para quien lo trabaja, qué demonios: ésa fue su honesta consigna, nunca formulada en voz demasiado alta, para no molestar, pero defendida con valentía en todo momento. Y ahí queda como testimonio de su empecinamiento esa tribuna transparente, tan impecablemente barcelonesa, que da a La Rambla en la esquina con Unió. Solà-Morales había previsto instalar allí, en el que sin duda es el mejor espacio de toda la casa, la cantina del teatro, a fin de que los momentos de asueto del personal se convirtieran en instantes de trueque: el tramoya, el utillero, el iluminador... podían convertirse furtivamente en espectadores de esa obra magna que es La Rambla a cada minuto. Otros decidieron luego convertir ese espacio en zona de reuniones, pero la generosidad de esa tribuna permanece como muestra de su manera de entender el oficio. Ayer, en Les Corts, había mucha gente del Liceo que sin duda había captado ese mensaje fraterno y decente, y quería corresponder con su presencia entristecida.

Pero si una virtud de Solà-Morales resplandeció por encima de las demás, ésa fue la discrepancia bien entendida. Es decir, la discrepancia como puesta en duda de las propias seguridades y como enriquecimiento de las ideas adquiridas. Y es que además de arquitecto era filósofo, como se encarga de glosar Jordi Llovet en el Quadern de hoy.

No hace mucho Solà-Morales presentó en el Colegio de Arquitectos la que iba a ser su última obra teórica, La arquitectura del Liceo, un libro realizado con sus socios Xavier Fabré y Lluís Dilmé para documentar al detalle la intervención realizada. Pues bien, incluso allí quiso que llegara la voz, tan discordante como inútil, de los que consideran que Barcelona perdió con esa reconstrucción la posibilidad de tener un teatro de ópera moderno, con visibilidad completa desde todas las localidades y, ya puestos, muy lejos de ese círculo que tiene problemas tan viejos con las mujeres.

Fue en ese acto donde dejó patente su manera íntima de entender la arquitectura como una formidable negociación. Negociación con el espacio dado sobre el que hay que construir, te guste más o menos. Negociación con la historia de la ciudad, con su poso secular, sin por ello renunciar a cierta ambición de futuro. Negociación -¡ay!- con las múltiples administraciones de este país, avergonzadas y nerviosas por una catástrofe anunciada: nunca se le oyó ahí a Solà-Morales un exabrupto público. Y negociación, terrible y durísima, con los problemas del día a día: esas aguas freáticas que ahora sirven para regar la ciudad dejaron marca en su apacible rostro cuando inesperadamente vinieron a complicar la cimentación de la torre escénica.

A quienes hacemos los diarios, y también a quienes tienen la paciencia de leerlos, nos queda por agradecerle una última cosa: la transparencia informativa que imprimió a su trabajo durante todo el tiempo que duró la obra. Hombre habituado a la cátedra, sabía que tan importante era lo que hacía como que fuera comprendido por los destinatarios. Nunca regateó una explicación.

El problema será encontrar ahora a alguien con quien discrepar de forma tan civilizada. 'L'has fet massa grossa aquesta vegada, Ignasi'.

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