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¿Es el catalanismo intrínsecamente racista?

Al hilo de las declaraciones de Heribert Barrera y Marta Ferrusola, algunos articulistas han dibujado una teoría que el ministro Cabanillas ha elevado a oficial: el catalanismo, el nacionalismo catalán, por su misma concepción de la identidad, sería intrínsecamente racista o como mínimo provocaría entre sus filas una concentración especialmente alta de actitudes de rechazo y recelo respecto a la inmigración. En cualquier caso, más alta que la concepción siempre abierta, cosmopolita e integradora del españolismo, del nacionalismo español, explícito o implícito, que el propio ministro representa.

Si la doctrina de Cabanillas -pero no sólo de Cabanillas- fuese realmente un intento de explicar la realidad y no una fase de la estrategia política para nacionalizar España y para desarticular los otros nacionalismos del Estado, no sería complicado rebatirla. Precisamente el catalanismo tiene una concepción de la identidad que es y ha sido una vacuna contra el racismo. Es un nacionalismo que no tiene que ver con la sangre. Es una concepción política que no ha pedido nunca certificados de origen ni, evidentemente, para acceder a la ciudadanía catalana ni tampoco para acceder a la identidad catalana. Nunca certificados de origen familiar: personas que procedemos de familias no catalanas nunca hemos tenido problemas para ser considerados plenamente catalanes. Personas nacidas fuera de Cataluña han alcanzado responsabilidades muy altas en gobiernos e instituciones catalanistas, y no precisamente tecnocráticas. Los ejemplos están a disposición de quien quiera. Finalmente, tampoco la catalanidad, como identidad, ha estado asociada a una determinada religión, como sucede en otros nacionalismos. ¿Alguien ha dudado, por ejemplo, que Lluís Bassat es catalán? Incluso el uso actual del término charnego, siempre lamentable, no define ni un origen ni una circunstancia familiar, sino que se aplica a quienes rechazan la catalanidad. Es un término más ideológico que étnico.

El catalanismo no ha definido la identidad ni por el origen ni por la religión, sino fundamentalmente por la lengua. Cuando alguien habla de la desaparición de Cataluña en el futuro, está refiriéndose sobre todo al temor a que desaparezca el uso del catalán. Pedir que las personas que vienen de fuera se adapten al conocimiento y uso del catalán no es una petición extraña. Si se pregunta si entre los deberes del inmigrante debe constar el aprendizaje de la lengua propia del país de acogida, la respuesta será que sí en París, en Madrid o en Berlín. Más que en Barcelona, incluso, y con una diferencia: ni en Madrid ni en París ni en Berlín se lo preguntan porque les parece obvio y en ningún caso consideran racista esta imposición. La diferencia, en el caso catalán, es la fragilidad enorme del status de la lengua propia, que todavía recoge el impacto de siglos de acción política contraria, del peso del franquismo y de haber recibido una inmigración muy importante sin tener los instrumentos políticos y culturales para que se produjese aquí de forma natural, como en todas partes, el aterrizaje en la lengua propia del país. El problema para el catalanismo no es la inmigración, sino las propias condiciones para recibirla. No es la intensidad del tráfico aéreo, sino las deficiencias de la pista de aterrizaje que podemos ofrecerle. La diferencia entre un nacionalismo de la sangre y un nacionalismo de la lengua es que la lengua puede aprenderse.

Si el debate fuese sobre la realidad, se podrían decir estas cosas y muchas más, con muchos ejemplos. Pero me temo que no se trata de explicar la realidad, sino de exportar a Cataluña un mapa político e ideológico diseñado para Euskadi en el que se enfrentan un nacionalismo excluyente, sospechoso, y una españolidad democrática, abierta y cosmopolita. Me parece una barbaridad en Euskadi, pero en Cataluña se convierte en una pura ficción. En primer lugar, porque el catalanismo tiñe en grados diversos todas las fuerzas políticas catalanas y, por tanto, es complicado establecer bloques políticos. Pero también porque en Cataluña el catalanismo -en sus muy diversas y contradictorias formas- ha ido asociado a valores democráticos, mientras que a menudo el españolismo activo ha ido asociado a la extrema derecha.

La ficción del enfrentamiento entre un catalanismo racista y una españolidad constitucionalista puede dar para muchos artículos, pero no para explicar la realidad catalana ni para moverse en ella. Choca con los hechos de cada día, empezando por el pogromo de Ca n'Anglada. Permítanme una metáfora. Imaginemos que un inmigrante se ve en medio de una calle de Cataluña y que debe escoger entre Escila y Caribdis: a un lado una manifestación con banderas catalanas y al otro una manifestación con banderas españolas. Si se ha creído la doctrina de Cabanillas, pensará que los portadores de banderas catalanas son unos agresores en potencia y que en cambio estos chicos que llevan la bandera española cosida a la Alfa son los garantes del cosmopolitismo tolerante y constitucional. Escogerá, por tanto, pasar a su lado. Los que vivimos en Cataluña ya sabemos que en el 95% de los casos se estará equivocando.

Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.

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