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Columna
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Cómic

Qué se ve desde las ventanas de un cómic? Como desde el ojo de una mirilla, asistimos a una aventura grandiosa, con todos los blancos y negros dramáticos de las películas expresionistas, con todo el primitivo contorno de los cuadros prerrafaelistas. Cada viñeta puede admirarse como una obra única, con fin en sí misma, aparte de las contingencias del resto, de la historia que viene a ilustrar: pienso en los dibujos de Harold Foster, el creador del Príncipe Valiente, y me doy cuenta de que cada rostro y cada paisaje son infinitos como la arena y las filigranas de la jungla. Pero el arte de la historieta no radica tan sólo en la buena factura del dibujo; seguramente, es más importante la capacidad técnica para relatar un argumento, para conducir a través de él al espectador mediante una yuxtaposición de momentos congelados, imágenes en frascos. El cómic es ese arte paradójico, el que media entre la quietud y el movimiento, entre la pura parálisis de la pintura y la fugacidad del cine. En un ensayo llamado precisamente L'image-mouvement, Gilles Deleuze avanza la tesis de que el cine es el arte moderno por excelencia porque añade temporalidad, acción, desplazamiento, al clásico estatismo pictórico. Al cómic se le ha calificado en ocasiones de hermano pobre del cine, y es cierto que uno y otro soportan más de una comparación; pero no resulta menos evidente todo aquello que los separa: la historieta va siempre incluida en un libro, lo que la aproxima a la intimidad de las obras del pintor y el literato, que no precisan más que de un espectador, de un ojo, en una mano cómplice sobre la página. Fuera de la aparatosidad y los grandes presupuestos de la industria del espectáculo, el cómic visita continentes y retrata asesinos desde el baño de nuestra casa, desde la habitación de los niños, y nos permite habitar esa maravillosa frontera entre Fritz Lang, Stanislaw Lem y Piero di Cosimo sin movernos del sillón.

Me entero del éxito del VI Salón del Cómic en Granada y siento una alegría llena de cortaplumas y tinta china. Cómo no compadecerse del cómic, ese hermano menor olvidado, del que los intelectuales han ido a desentenderse. El cine y el jazz, sus compañeros en el siglo XX, fueron rescatados de la indigencia por los suplementos culturales y pasaron del barracón del anfiteatro: mientras Orson Welles ascendía al extraño parnaso de la postmodernidad y Charlie Parker bogaba de boca en boca entre los personajes de novelas que sucedían en París, la maestría de Alex Raymond se devanaba en las esquinas de los periódicos, junto a la sección de crucigramas, construyendo minuciosas obras de arte a las que todavía hoy la mayoría del público permanece sorda. El tebeo, palabra que se pronuncia con voz de reproche, comparte habitualmente la baja estofa de las publicaciones de quiosco, de la novela policíaca o el folletín romántico: es, dicen, un mero pasatiempo de niños, una especie de primer escalón, de propedéutica, de pomada que haga más suave el tránsito a las páginas más ásperas y más importantes de los clásicos de la literatura. Qué lástima dan las personas que piensan así; nunca han perseguido criminales ni tesoros en compañía de Rip Kirby y Corto Maltés. Sin el cómic, el mundo de sus pobres detractores debe ser tan pequeño, tan frío.

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