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LOS PROBLEMAS DE LOS INMIGRANTES
Columna
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Intramuros

No quiero añadir una expresión más de pasmo y consternación a las muchas que ya han suscitado, en comandita involuntaria, Marta Ferrusola y Heribert Barrera. Mi propósito, en esta columna, es más bien de índole clínica. Me gustaría discutir dos puntos que en mi opinión son obvios, pero que han quedado ocultos o como extraviados en la zaragata general. Por razones de economía, me constreñiré a la entrevista que Barrera concedió a La Vanguardia el pasado 1 de marzo.

El primer punto interesa al catalán, el cual, según Barrera, no podría sobrevivir si se mantiene vigente el castellano. Cito a Barrera: 'En un plurilingüismo, al final pierde el más débil: el catalán'. Pongamos entonces plomo en las suelas del castellano, porque, en caso contrario, ganará la carrera. ¿Es este mensaje... democráticamente recibible?

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No, aunque por razones distintas de las que de ordinario se aducen. El problema reside, no en un enfrentamiento o alternativa dramática entre un monolingüismo aburrido y la diversidad de hablas y de todo lo demás que propugna el multiculturalista, sino en una circunstancia más concreta y más mundana. Me refiero... a la peculiar composición idiomática de Cataluña.

En primer lugar, la mitad al menos de los catalanes emplea el castellano como primera lengua. En segundo lugar, ocurre que el castellano, a igualdad de factores, tiende a crecer más que el catalán. Sofocar o reducir el castellano entrañaría, por consiguiente, un intrusismo de los poderes públicos, y una desviación institucional de los recursos, permanentes e impulsados siempre desde la cúpula del poder. El resultado fatal será un gobierno de temple, vocación y usos oligárquicos. Mucho de esto ha sucedido ya en Cataluña, donde la salida de Pujol va a mover más piezas, y poner más cosas en entredicho, de lo que se acostumbra en una democracia normal.

Paso al segundo punto. La xenofobia lingüística de Barrera se combina con actitudes abiertamente racistas. Es claro que Barrera prefiere una Cataluña poblada sólo por individuos de 'raza blanca mediterránea' -la acuñación es del propio Barrera-. Al tiempo, la inmigración inquieta o enfada a Barrera porque, a través de ella, sigue aumentando el castellano. Al cabo, no se sabe bien qué cuestiona más nuestro hombre: si la piel oscura del africano o su inclinación a expresarse en un romance para él ingrato. Y a la viceversa: se tiene la sensación de que, por un mecanismo de asociación pavloviana, Barrera ha terminado por ver en manchegos y andaluces a gentes que no son blancas, o quizá, no son mediterráneas.

Esta confusión, en principio, resulta extravagante, puesto que cabe distinguir con nitidez entre nacionalismo racista y nacionalismo etnicista. Arzalluz, por ejemplo, es un exponente claro del primero. ¿Por qué? Porque se representa a los vascos como la destilación milenaria de un largo proceso de endogamia, o mejor aún, de especiación alopátrica, que es como denominan los genetistas la aparición de una especie por aislamiento geográfico. Esta identificación de pueblo con raza no es imputable al xenófobo etnicista, el cual está presto a admitir como suyos a los que comparten su cultura y su idioma, sin acepción de piel, hechura craneana o signo del Rh.

Pero luego llega la práctica, y con la práctica, el tío Paco y sus rebajas. En el terreno de los hechos, racismo y etnicismo propenden a manifestarse como variantes de un sentimiento común: el clasismo. Pensemos en el conde de Gobineau, fundador del racismo moderno. Gobineau fue, ante todo, un aristócrata a quien habían dejado perplejo y horrorizado los revoluciones igualitaristas del 48. Sus cuatro tomos sobre la desigualdad de las razas (1853-1855) constituyen la transposición, en términos naturalistas, de un previo prejuicio de clase. Los nacionalismos del 48, por cierto, fueron democráticos. Polemizaban, o se debatían, con los poderes imperiales del Antiguo Régimen, accidentados y variopintos en lo social, jurídico y lingüístico. Los nacionalismos de 2000 tiran, sin embargo, a reaccionarios. Su enemigo inmediato son las democracias consolidadas y pluralistas que han sobrevivido al maremagno del siglo XX. Ello los coloca en una relación tensa, acaso insoportable, con lo que aún continuamos concibiendo como moral moderna.

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