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Crónica:San Salvador
Crónica
Texto informativo con interpretación

ZONA CATASTRÓFICA

Por qué tiembla la tierra, mamá?', 'Tengo sed', '¿Qué le ha hecho este país al mundo?', 'Mantengan la calma'. Cuatro frases resumen la emergencia humana inmediata que se vive en El Salvador después de tres grandes terremotos y miles de réplicas en dos meses. Y también, aunque con menor urgencia, en Honduras y Nicaragua, aún convalecientes los tres países del huracán Mitch, con la reconstrucción en marcha que alguien dice ha alcanzado el 40% de los destrozos; imposible saberlo. Pero la tierra vuelve a temblar, los volcanes humean y la sequía aniquila antes de que lo hagan las lluvias.

El clima se ha rebelado, dicen paralelamente desde las Naciones Unidas, y sus desastres afectan, sobre todo, a los más pobres: los terremotos y los huracanes sólo les matan a ellos. 'El 13 de enero, cuando el gran terremoto, la señora de la limpieza del despacho se quedó sin casa, la secretaria tuvo grietas en su casa, el contable perdió una ventana y a los jefes, que vivimos mejor, no nos pasó nada: ésta es la estructura social de los destrozos en San Salvador. En el campo mueren directamente', explica Ana Eugenia Martín, responsable de la ONG Intermon en Honduras. Los que mueren son los olvidados de Centroamérica: hay cerca de 18 millones de personas en esos tres países; gente en emergencia climática, social, política, emocional y humanitaria.

Con este menú de emergencias nadie puede calcular los daminificados ni su carácter. Porque falta de todo: agua, comida, luz, educación, infraestructuras, consuelo, eficacia, seguridad de todo tipo y, a veces, ni el instinto de supervivencia da para la esperanza.Con los Gobiernos desbordados y en elecciones permanentes, con la dolarización en marcha o en perspectiva, con la deuda a todo gas, la emergencia permanente es la pobreza. Allí lo llaman 'vulnerabilidad' o 'fragilidad'. Y recuerdan, estremecidos, que hace diez años alguien pronosticó que Centroamérica desaparecería bajo el mar. Así que lo último que sucede en Estados que, como El Salvador (6,1 millones de personas), tienen al 25% de su población fuera del país, es que se ha duplicado la demanda de pasaportes: la gente se va. Si se pedían 450 pasaportes diarios, hoy son cerca de 800, y la cola crece. Los que se quedan engrosan las cifras de la emergencia emocional: nunca se había visto en San Salvador una avalancha de 10.000 consultas en 15 días por depresión.

Son países que intentan vivir sobre el infierno. Están acostumbrados a lo peor, pero hoy, cuando la emergencia es el estado natural de las cosas y la vida casi un milagro, ya no saben a cuánta gente que conocían no volverán a ver o qué comerán mañana o dónde dormirán, porque hasta los albergues de daminificados se hunden.

Con todo, a trancas y barrancas, la reconstrucción está en marcha, es permanente; la ayuda internacional -también la española que perdura más allá de los Gobiernos a través de Cooperación Española y de diversas ONG- se ve. Cruz Roja, Cáritas, Ayuda en Acción, Intermon-Oxfam, hacen por esos pueblos lo que no pueden los Gobiernos: llevan agua, dan comida y médicos, educación y soporte moral; construyen casas, proponen soluciones como la del techo firme, que allí basta con un techo que no mate y aguante las lluvias torrenciales cuando lleguen. El cooperante es alguien primordial en ese paisaje. Alguien incansable, con la cabeza obligatoriamente fría, pero el corazón en un puño, como Juan Carlos Palenzuela, ese canario de la Cruz Roja de San Vicente -el último pueblo salvadoreño destrozado en febrero-, que cuenta cómo es más seguro estar fuera que dentro de cualquier sitio y te enseña con orgullo su tesoro: un sismógrafo, 'para prevenir'.

Como él hay otros muchos que iniciaron el viaje tal vez como una aventura postuniversitaria y han acabado sabiendo cómo construir una cañería, hacer pan, agilizar el papeleo o ayudar a dar a luz. Si les preguntas, pueden decir, como la nicaragüense Sonia Cano, responsable de Oxfam en Honduras, que 'la globalización ha descentralizado los problemas, pero no los recursos'. Todos los cooperantes lo piensan, se les ve en los ojos. Ven que la ayuda es una gota en un océano de catástrofes. Miran las macrocifras y parece que son países que remontan -todos sobrepasan el 2% de crecimiento anual-, pero ahí está, impertérrita, la microeconomía cotidiana para desmentirles; o la corrupción, que planea sobre Gobiernos, partidos que se parecen tanto como la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, burócratas y que hasta puede contaminar a los mejores. La ayuda es necesaria y llega a pesar de la desorganización, las inexistentes carreteras y la ineficacia de los Gobiernos.

El cooperante suele llevar con él una cruzada moderna que enarbola la bandera de la 'autosuficiencia': enseñarles a mantenerse por sí mismos. Algo bien difícil en lugares donde las mujeres apenas tienen derechos y los ejecutivos oficiales les hablan de que han de transformar su familia en una empresa y los muy potentes grupos evangélicos predican resignación mientras los intereses por cualquier préstamo sobrepasan el 40%. Quién sabe qué depara el futuro y cuántas catástrofes más pueden acumularse en sitios donde el salario mínimo son 40 dólares mensuales (unas 8.000 pesetas) y la delincuencia es la salida natural a la insostenible situación. Quién sabe cómo se aguanta allí la vida diaria.

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