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Inmigración y cuestión nacional

Las declaraciones de Marta Ferrusola y Heribert Barrera y la reacción de inicial complicidad del Gobierno de la Generalitat -no olvidemos que Jordi Pujol iba a presentar el libro de Heribert Barrera si la editorial no hubiera suspendido el acto- forman parte de un sustrato político-cultural sobre la forma de entender el país y su identidad.

La cuestión de fondo que se plantea es que Cataluña tiene una identidad nacional bien definida, que se ve amenazada por las migraciones. Se trata de un nacionalismo conservador y esencialista que tiene una concepción idealista y cerrada de la catalanidad. Esta corriente se basa en la creencia de que existe una cultura étnica catalana, entendida como forma de expresión, organización o acción, y un 'universo simbólico' que se ve amenazado por los movimientos migratorios, los del resto de Estado durante la década de 1960 y 1970 y los de fuera de la Unión Europea hoy.

Este nacionalismo ha oscilado entre el asimilacionismo y el biculturalismo; entre la voluntad de incorporar a los recién llegados, en todos los sentidos, sin aceptar la diversidad cultural y el reconocimiento de dos comunidades nacionales diferenciadas por el origen y la lengua. Se acepta la pluralidad, pero se establece una jerarquía que implica que la construcción nacional es la restauración de los elementos culturales del pasado, de una identidad nacional mítica, y que las aportaciones nuevas deben tener sus circuitos y sus formas de expresión diferenciadas para no perturbar la recuperación de la identidad propia del país.

Afortunadamente, en Catalunya, durante las décadas de 1960 y 1970, se acabó imponiendo -no sin algún tic de la concepción biculturalista- la idea de que somos un solo pueblo y no dos comunidades nacionales en un mismo país. Esto fue posible, en primer lugar, porque la inmigración de aquel periodo, como también la de ahora, responde a la necesidad de desarrollo económico de un país que necesitaba gente para trabajar; en segundo lugar, porque la socialización política de los nuevos catalanes se realizó en fuerzas políticas y sindicales de izquierda (el PSUC y CC OO serían dos buenos ejemplos), que tenían claro que Cataluña es una nación y que la clase trabajadora es una sola clase, con independencia del origen o la lengua; y en tercer lugar, porque Cataluña era sinónimo de trabajo, de una vida mejor, de libertad y de progreso. Estos factores han contribuido, no únicamente pero sí de una forma trascendental, al arraigo y a la integración social de aquellos nuevos catalanes. La voluntad de autogobierno y la valoración de distintas expresiones culturales como un hecho enriquecedor y positivo han ido de la mano, evitando tanto el neolerrouxismo como el exclusivismo identitario, a pesar de que se han intentado.

El problema de la ola migratoria actual, mucho menor numéricamente que la de otros periodos, no es ni la lengua, ni las mezquitas, ni los hábitos alimentarios. El principal problema es la segregación social de la inmigración. Lo que estigmatiza es la pobreza, el trabajo sin contrato, la falta de papeles, las dificultades para acceder a una vivienda. La ley de extranjería aprobada por el Gobierno del PP, con el apoyo de CiU, no sólo no resuelve el dramático problema de la inmigración ilegal, sino que obliga a vivir en la clandestinidad a miles de personas, a quienes no se les reconocen los derechos constitucionales básicos. El marco jurídico creado por el PP ejerce una presión hacia abajo en las condiciones de vida y de trabajo de las personas inmigradas, con el peligro de dividir a los trabajadores en función de su origen.

¿Qué integración social, qué diálogo cultural, qué deberes se pueden exigir a quienes no tienen los derechos básicos mínimamente reconocidos? La palabra clave para la integración social de la inmigración no es identidad, es ciudadanía.

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La idea de ciudadanía tiene que ir ligada a la concepción de país. Si prevaleciera un catalanismo identitario y esencialista, se acabarían conformando distintas comunidades culturales en razón del origen. La identidad no es algo cerrado y predefinido, sino que se construye y redefine constantemente.

El reto de la inmigración exige un catalanismo cívico, laico, popular, que entiende como un todo indivisible la realidad cultural del país, que promueve la integración social y la voluntad de autogobierno.

No se debe dejar espacio alguno al racismo y a la xenofobia. El Gobierno de la Generalitat y los partidos políticos catalanes tenemos una gran responsabilidad. Una cuestión como ésta sólo se puede afrontar desde el consenso. IC-V ha lanzado una propuesta de pacto contra el racismo y por una sociedad intercultural al conjunto de fuerzas políticas. El pacto se basa en rechazar cualquier forma de discriminación por el origen, las creencias o los hábitos culturales de las personas en todos los ámbitos de la vida. Y expulsar de la actividad política, dentro y fuera de los partidos, cualquier forma de práctica o comportamiento xenófobo o de incitación al odio racial.

El consenso es fundamental, pero también lo es que los gobiernos tengan una política clara y efectiva, ejerciendo su liderazgo para hacer frente a cualquier brote xenófobo. Ante los últimos acontecimientos, el Gobierno de la Generalitat no ha demostrado ni la rapidez ni la claridad de ideas que deben demostrarse en tales momentos. La izquierda, en toda su pluralidad, tiene la responsabilidad de buscar el consenso, de proponer y llevar a cabo una política social verdaderamente integradora y de efectuar una pedagogía ciudadana que favorezca la interculturalidad.

Joan Saura es presidente de IC-V.

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