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Madrid se queda

Estos días, hay quien se sorprende de la vitalidad de Madrid. Algunos descubren de repente una región próspera e inquieta que no aciertan a explicarse. Cuando no le asignaban más protagonismo que el puramente administrativo, el asombro que produce la mayor obra de infraestructura civil de Europa, la ampliación del Metro, y la publicación de una radiografía económica espectacular han demostrado la pujanza de una sociedad civil de cuya existencia no habían sospechado. Es natural. Se trata de una vieja incomprensión. De una pereza intelectual en la que a menudo incurren precisamente quienes más claman por una visión realista y generosa de la variedad regional de España.

En los días en que se afirmaba que 'Sólo Madrid es Corte', los ingenios ociosos se apresuraban a añadir que 'Madrid sólo es Corte'. Luego, su constitución tardía como Comunidad Autónoma fue recibida por muchos como una secuela más o menos gratuita del proceso autonómico. Azaña, de cuya clara percepción de la España diversa es difícil dudar, ya había considerado 'flores de estufa' a las posibles autonomías sin una conciencia histórica arraigada. Confeso o no, aquel fue el juicio general que mereció la de Madrid en 1983, y no faltaron quienes explicaran la vacuidad de unas instituciones que encontraban superfluas bajo la sombra siempre alargada del Estado. Juan Pablo Fusi recuerda aquel clima de opinión en España. La evolución de la identidad nacional: 'Desde un punto de vista histórico eran muy discutibles (y así se argumentó) decisiones como la creación de Madrid como comunidad autónoma'.

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De manera que, según la sensibilidad tópica de quienes nunca supieron ver en Madrid más que un mentidero, el desenlace lógico de esta región, al descentralizarse el Estado, hubiera sido diluirse o retroceder. Replegarse a esa condición de poblachón manchego que parece ser la única que le reconocen. Pero resulta que, justo cuando España empieza a culminar el mayor proceso descentralizador de Europa, Madrid permanece no sólo bien presente en el conjunto de las autonomías, sino a la cabeza del impulso modernizador del país. De pronto, ya no se puede dudar de su fortaleza social, económica e institucional. Tremenda sorpresa y subsiguiente recelo. ¿No será otra treta centralista?

La explicación es más sencilla. Aunque de paso, o tal vez por eso, ésta fue siempre una tierra laboriosa e imaginativa, y mientras otros se aplicaban en sacar lustre a los emblemas de la identidad y ensayaban la pose vindicativa, Madrid progresaba callada pero tenazmente. No teníamos un único hecho diferencial que celebrar, sino todos los del país a un tiempo, y gracias a esa carencia/riqueza hemos podido ser punto de encuentro de unos y otros. Porque Madrid, que no tenía cuentas que saldar con la Historia, accedió a la Autonomía a través del artículo 144 de la Constitución, reservado a las comunidades creadas por 'motivos de interés nacional'. Interés en cuyo provecho trabaja esta Comunidad, sin desentenderse de la responsabilidad que supone convivir con las instituciones propias de la capitalidad, pero sin recibir de ellas más de lo que corresponde a su aportación al conjunto del país. Bastante menos, de hecho, aunque no nos duela esa solidaridad. Porque eso es exactamente lo que supone contribuir a las arcas públicas con cuatro billones de pesetas cuando se gestiona un presupuesto propio de uno y medio. Bien es verdad que yo nunca he hecho un discurso de balanzas fiscales, y no lo voy a hacer ahora, entre otras cosas porque así lo he aprendido de mi antecesor Joaquín Leguina, pero esta negativa a escudarme en un discurso reivindicativo no puede hacer olvidar tampoco que ésta es, por delante de Cataluña, la Autonomía que en mayor medida contribuye al desarrollo de España, aunque no lo recuerde tan sonoramente como otras comunidades.

Entre los sorprendidos por la existencia inesperada de esta región asoma mi buen amigo Pasqual Maragall, quien asegura que 'Madrid se va' (EL PAÍS, 27 de febrero), tal vez porque, simplemente, Madrid no se está quieta y había quien la creía inválida sin la muleta del Estado. No creo, sinceramente, que el discurso de Maragall esté inspirado por la mala fe, porque conozco bien su talante. Es víctima, más bien, de ese prejuicio pertinaz que se niega a ver una realidad sustantiva en la Comunidad de Madrid. Así lo demuestra la hipérbole de que 'se tiene desde la periferia la sensación de que Madrid se va de España', como si cualquier progreso de esta Comunidad entrañara una merma para el país, del que precisamente se reclama su animador principal, no por creerse con más derecho, sino con más obligación. Llama la atención que un político de su relieve haga suya una visión que resulta vetusta hasta en el lenguaje. Porque, en el actual proceso de globalización, los esquemas centro/periferia han sido reemplazados por los esquemas en red, tal y como los ha definido su admirado Manuel Castells. En este nuevo orden, la periferia se convierte en centro si exhibe la capacidad de crear nuevas conexiones, nuevas vías de acceso a los mercados productivos, financieros y culturales, y los centros tradicionales declinan en favor de otros emergentes si no justifican su preeminencia con grandes dosis de agilidad.

La centralidad de Madrid no puede ser ya, por tanto, el axioma que todo lo explica, porque las tecnologías de la información privilegian lo local y nos ponen a unos y otros en igualdad de condiciones. La posición geográfica de Madrid, físicamente alejada de ámbitos cargados de posibilidades, como el mediterráneo o el europeo -cuya proximidad sí disfrutan otras regiones, y dentro de los cuales Cataluña o País Vasco sí podrían ser centrales-, no es, a priori, ni ventajosa ni desfavorable. Si en el 2000 la Comunidad de Madrid creció por encima de la media del país, si genera el 18% del PIB nacional y aporta más del 12% del Valor Añadido Bruto industrial de España, no se debe a que vaya por libre, sino a su vocación de aunar recursos y voluntades y a su habilidad para conectar con los procedimientos de la nueva economía. Que, como sabe Maragall, se rige por protocolos de cooperación más que de competencia, y premia a quienes concitan en torno suyo a elementos diferentes y sin embargo dispuestos al diálogo y la colaboración. ¿Cómo, en este contexto, no iba a prosperar Madrid, que no tiene otra razón de ser que intermediar entre los diferentes matices y capacidades del ser español? ¿Cómo no iba a ser ésta la Comunidad más atractiva para la inversión internacional, que busca cohesión social, concertación laboral y una plataforma desde la cual acceder al resto del país sin soportar fenómenos de crispación lingüística o cultural que no se corresponden con el verdadero ánimo de sus gentes?

Por otra parte, el avance espectacular de Madrid obedece más a su apego al futuro que a su veneración por el pasado, es decir, a un espíritu de cambio y renovación que acaba por tener su recompensa. Me refiero al esfuerzo continuo -de empresarios, trabajadores, universitarios, y, por qué no decirlo, de instituciones autonómicas- por mantenerse sobre la ola de la innovación y la productividad, que son -Castells de nuevo- los dos motores del nuevo modelo socioeconómico. Nada de eso sería posible si Madrid no fuera la Comunidad Autónoma que más dinero invierte en I + D en relación con su PIB regional: un 1,64% en 1999, frente al 1,06% catalán y el 0,93% vasco. Pero el argumento definitivo, en fin, lo brinda el propio Maragall, al observar que 'el gasto público (...) ha pasado de ser central en un 85% y local en un 15% (1980), a ser central en un 51% y descentralizado en el 49%'. ¿Qué más hace falta para probar que la prosperidad de una región se debe al acierto o el error de los planteamientos propios, y no a un trato de favor estatal que, en todo caso, Madrid no reclama?

Liberada, también Madrid, del corsé centralista, esta Comunidad ha empezado a brillar con una fuerza que no puede despacharse con un par de estereotipos, y que devuelve su verdadero sentido a la noción de capitalidad. Ésta no procede de ningún privilegio, sino que se funda en una capacidad probada de aglutinar los esfuerzos de un país o un área -en este caso, la española y la iberoamericana- en torno suyo, pero en provecho de todos. Los proyectos tecnológicos más audaces, la creación cultural más fecunda, los programas sociales más solidarios, se están gestando en Madrid. Y los que no, miran al mundo desde aquí. Basta con darse una vuelta por Fitur, por Arco, por la Pasarela Cibeles, por todas las muestras que desbordan unos recintos feriales que tienen que ampliarse para dar cabida a tanta actividad. En aras de una comprensión verdadera entre comunidades, esa concentración cierta de recursos, talento y trabajo debería servir de motivo de reflexión acerca de cómo una región puede llegar a constituir un polo de desarrollo, en lugar de ser excusa para cargar en cuenta ajena los errores estratégicos propios. Especialmente cuando ese desarrollo alcanza a las otras regiones (250.000 empleos generados en Madrid son ocupados por personas que residen en otras comunidades), sin cuya compañía y protagonismo compartido Madrid no podría, ni querría, seguir impulsando el país, porque no creemos que en la Europa del siglo XXI sean viables islas de riqueza rodeadas de pobreza.

Así que Madrid no se va. Se queda. Al lado de unas autonomías ante las que ha asumido la responsabilidad de la capitalidad. Responsabilidad que institucionalmente se ejerce por la vía de la solidaridad con el Estado, para que éste haga efectivo el reequilibrio territorial, y socialmente abriendo las puertas a todo el mundo. Madrid es una región atractiva para inversores, artistas, científicos, pensadores y toda clase de creadores. No lo ha conseguido con lamentos ni barreras, sino aceptando que la aportación de todo el que llegaba encerraba una riqueza que no era inteligente desdeñar. Madrid, escribió Gómez de la Serna, es una 'ciudad sin metecos', es decir, sin extranjeros, lo cual acarrea grandes ventajas. Por eso, no se va sola a ninguna parte, y desde luego no juega 'la liga mundial de ciudades' -otro arcaísmo: el futuro se jugará en una liga global de regiones- porque nunca ha apostado a esa carta en la que tal vez otros sí creyeron.

Ve Maragall una muerte de lo político en favor de una hegemonía de la economía. Pero nada hay más político que esta voluntad de apertura y cooperación. Porque no es una estrategia que abunde. No surge naturalmente. Lo espontáneo suele ser la hostilidad al forastero. El pluralismo de Madrid procede de su Historia, pero es también una elección meditada. Una opción política. Igual que la ejecutoria de un Gobierno autonómico que no ha descansado a la hora de ofrecerle infraestructuras a la sociedad (no sólo a la madrileña, sino también a la de otras autonomías, aceptando, por ejemplo, un trazado del AVE a Levante solidario con las regiones del interior) y que ha promovido la simbiosis entre el comercio y la industria, la tradición y la tecnología, lo público y lo privado. Lo regional y lo nacional.

Recordarle a Madrid la existencia de una España plural es un gesto innecesario y revela un contrasentido. Un gesto innecesario porque de ese pluralismo obtenemos ya nuestro vigor. Un contrasentido, porque para reclamar lo plural es preciso estar dispuesto a superar antes la propia singularidad. Un gran historiador catalán, Jaume Vicens Vives, definía así la genealogía política de su tierra: 'En lo más hondo de nuestra alma continuamos adscritos a la ley del pacto que es por encima de todo una ley moral'. Pues bien: ésa es la práctica, tanto como la prédica, de la Comunidad de Madrid. De una Comunidad que se asoma al mundo sin complejos y con audacia, pero que se queda para trabajar en favor del bienestar de toda España e invita a las demás autonomías a hacer lo mismo con idéntico entusiasmo.

Alberto Ruiz-Gallardón es presidente de la Comunidad de Madrid.

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