Herbert Simon
Son diversas las razones por las que cobra vigencia el recuerdo de Herbert Alexander Simon, premio Nobel de Economía en 1978, fallecido el pasado 9 de febrero a los 84 años. La más inmediata: su introducción en el mundo de la economía tuvo lugar gracias a un contrato laboral a tiempo parcial. Desconozco si de características similares a los que trata de estimular el Gobierno español en esta nueva edición de la reforma laboral decidida en el último Consejo de Ministros.
Fue durante ese empleo en las dependencias municipales de Milwaukee cuando, tras observar cómo se tomaban las decisiones presupuestarias, nació su interés por los procesos de elección, sobre los que versaron sus estudios de doctorado. Su tesis, Administrative Behaviour (1947, la última edición es de 1997), es el más leído, o al menos el más citado de sus 27 libros, la base sobre la que se asentaron sus aportaciones en el campo de la teoría de la decisión por el que la Academia Sueca le laureó. Frente a la conducta basada en la motivación maximizadora del beneficio, hasta entonces no cuestionada como hipótesis central de la economía clásica, Simon hizo valer la complejidad del comportamiento humano y del entorno en el que las empresas actúan para defender objetivos distantes del óptimo: meramente satisfactorios, expresivos de una 'racionalidad limitada o incompleta'. Los decisores, argumentaba Simon, no tratan de elegir la mejor de las alternativas, como se asume en la microeconomía tradicional, sino que se contentan con desenlaces satisfactorios.
Quienes deciden no tratan de elegir la mejor de las alternativas, sino que se contentan con desenlaces satisfactorios
Pero si su reconocimiento vino de esa área de conocimiento, su principal interés giró en torno a un empeño menos acomodaticio: tratar de replicar en un ordenador la capacidad de razonamiento humano. A partir de 1966 su plaza en Carnegie Mellon pasó a ser la de profesor de ciencia de la computación y psicología, desde donde lideró el ámbito de investigación conocido como 'inteligencia artificial', en estrecha colaboración con el científico Allen Newell. Ambos propusieron que la mente humana manipulaba símbolos en gran medida de forma similar a como lo podría llegar a hacer una computadora. Más de 40 años después de que anunciara a sus alumnos la configuración de una 'máquina pensante' hemos tenido ocasión de verificar sobradamente aquella otra proposición formulada por Gordon Moore a principios de los setenta, que anticipaba la duplicación de la capacidad de procesamiento de los ordenadores cada año y medio, y hemos presenciado la victoria del ordenador Deep Blue de IBM sobre Gari Kaspárov.
Un trasiego disciplinar caracterizó la vida de ese 'intelectual virtuoso', que todavía en sus últimos años estimulaba el cultivo de sus inquietudes como si de un recién graduado se tratara, ya fuera impartiendo un curso sobre la Revolución Francesa, desarrollando complejos modelos de simulación o liderando ambiciosos proyectos de psicología del conocimiento. El elemento unificador de esas migraciones, trataba de justificarse el pasado octubre, era su propia consideración como un estudiante de un campo de difícil catalogación en la oferta académica: solución de problemas humanos. Una especie de académico, no por difícil menos necesaria de reproducción en nuestros días.
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