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Columna
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Vuelve el limpiabotas

Juan José Millás

Resulta que las prostitutas de la Casa de Campo no son prostitutas, sino esclavas sexuales, o simplemente esclavas, que llevan tatuado en la piel un contrato según el cual no son dueñas de ninguno de sus dedos, ni de ninguno de sus cabellos, ni de ninguno de sus ojos o dientes, ni de la adrenalina que producen sus glándulas para defenderse del miedo al cliente y del miedo a la policía y del miedo a las asociaciones de vecinos y del miedo a su dueño, que les da palizas y les hace vudú cuando no producen lo que se espera de ellas. Si le contáramos el problema de la prostitución en la Casa de Campo a un marciano con dos dedos de frente, diría que no se trata de un problema de prostitución, sino de esclavitud.

El otro día vi en el periódico una foto en la que dos guardias registraban el bolso de una de estas esclavas sexuales, o esclavas a secas, quizá buscando un gramo de alguna sustancia estupefaciente, sin darse cuenta de que la sustancia estupefaciente de esa mujer era ella misma. El contrabando que llevaba era su propio cuerpo, desde las uñas de sus pies a la punta de sus cabellos. La tenían delante de los ojos, con el culo al aire a cero grados y las medias rotas, quizá con los restos de algún bofetón en medio de la cara, y lejos de advertir que era una esclava a la que había que rescatar inmediatamente de sus secuestradores, la estaban tomando por una traficante. El traficante verdadero de la esclava se moría de risa escondido detrás de un árbol.

-¿Cómo es tan fácil engañar a la policía? -nos preguntaría el marciano. Y no sabríamos qué contestar, francamente, porque parece más claro que el agua. Hasta los periódicos han publicado cómo las traen de aquí o de allá y cómo las obligan a firmar contratos en los que hipotecan su vida y la de su familia a cambio de unas migajas para sobrevivir.

Más aún: estos negreros, crecidos por la falta de reflejos de las policías locales y de la Interpol y de la ONU y de la OMS de la Unesco y del Sursum Corda, han empezado a traficar con menores también. Es más fácil el tráfico de esclavos ahora, que teóricamente está prohibido, que en los siglos oscuros en los que estaba permitido. No sabríamos cómo explicarle todo esto al marciano, en el caso de que no hubiera salido pitando en su platillo por miedo a ser víctima de alguna incongruencia terrícola. Resulta que la concejal de Policía Municipal, María Tardón, ha decidido crear una comisión de trabajo para hacer frente al aumento de la prostitución en la Casa de Campo.

-Que no ha aumentado la prostitución, mujer, que es la esclavitud lo que se está convirtiendo en una peste. Ya se lo puedes decir a gritos, que no se entera.

Están las familias madrileñas tan preocupadas con que un semejante enseñe el culo al paso de los automovilistas, que el culo no nos permite ver el bosque de la tiranía a la que están sometidas las menores y las casi adultas que cobran por una felación mil pesetas, de las que setecientas van a parar al traficante de carne humana escondido detrás del árbol que también nos impide ver el bosque (curiosamente, mi procesador de textos no reconoce ninguna de las palabras empleadas más arriba: ni prostitución, ni culo, ni felación: cuánta inocencia, ¿no?).

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El caso es que vas por la calle y te cruzas sin saberlo con esclavas y esclavos cuya vida no vale un duro, ni dos. Puedes mirar hacia otro lado, pero en el otro lado tropezarás también con signos delatores de que vamos hacia atrás.

En Madrid, por ejemplo, están floreciendo los limpiabotas. Este humilde oficio había desaparecido en parte porque a cualquier marciano con dos dedos de frente se le ocurre que ningún ser humano debe arrodillarse frente a otro. El limpiabotas es un vestigio del pasado que vuelve con una fuerza increíble, sin producir escándalo ninguno. Pero cómo no va a volver el limpiabotas si ha llegado la esclavitud y no nos hemos dado cuenta.

Dicen las autoridades que no siempre es fácil reconocer a las prostitutas menores de edad porque se disfrazan de adultas y también porque llevan documentación falsa en la que figuran unos años que no son. Pues bien, no se les ha ocurrido otra idea que hacer a las sospechosas radiografías que determinen el crecimiento del hueso del antebrazo.

-Ésta tiene 18 años cumplidos.

-Pues entonces ya puede ser esclava, pero regístrala bien no vaya a llevar dos gramos de hachís debajo de la lengua.

Lo que habría que ver es qué llevamos nosotros debajo de la tapa del cerebro. Buenos días.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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