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Columna
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Señales ominosas

La manifestación de voluntad de los ciudadanos en unas elecciones celebradas en circunstancias normales es muy sólida. Aunque la decisión de cada uno de los ciudadanos no sea muy reflexiva, la del cuerpo electoral sí lo es. Si así no fuera, la democracia sería un sistema político que no podría operar nunca en la práctica. La mayoría parlamentaria y su gobierno pueden dirigir políticamente la comunidad porque la legitimidad de origen que le proporciona el resultado de las urnas tiene la consistencia suficiente como para poder proyectarse en una legitimidad de ejercicio a lo largo de la legislatura.

Hay veces en que no es así y en que, muy poco después de celebradas una elecciones, los ciudadanos retiran la confianza al partido al que habían votado mayoritariamente . Pero se trata de la excepción que confirma la regla. La confianza de los ciudadanos no se gana fácilmente, pero tampoco se pierde de la noche a la mañana. Esto es lo que hace que la democracia sea un sistema estable.

Si los lectores reflexionan sobre los distintos procesos electorales de cierta envergadura (elecciones generales, autonómicas o de grandes municipios) que se han vivido en España desde 1977, advertirán que únicamente en dos casos se produjo una súbita pérdida de confianza del electorado en el partido al que había votado mayoritariamente. Ocurrió en la primera legislatura constitucional, que se abre con las elecciones generales y municipales de la primavera de 1979. En menos de un año, como consecuencia de la estrategia seguida por UCD en relación con el referéndum del 28 F, se produciría una descomposición de dicho partido y una quiebra de confianza del electorado, que era visible a finales de 1980, aunque tardaría algún tiempo en materializarse por el corto paréntesis que abrió el golpe del 23 F de 1981. Cuando se materializó lo hizo con la intensidad conocida: UCD pasaría de ser el partido del Gobierno en 1979 a casi desaparecer electoralmente en 1982 y a desaparecer como partido en 1983. Corolario de esa crisis fue la del PA en el ayuntamiento de Sevilla. Este fenómeno no se ha vuelto a producir en ninguna otra de las elecciones generales , autonómicas o municipales. La estabilidad de las mayorías gubernamentales ha sido la norma en todos los niveles de nuestro sistema político.

Creo que no está de más recordar esta norma cuando se va a cumplir un año de las últimas elecciones generales y autonómicas. No es razonable pensar que se ha producido un cambio significativo en la opinión de los ciudadanos tanto respecto del Gobierno de la nación como del Gobierno de la comunidad autónoma, a pesar de que algunos sondeos (el pulsómetro de la SER y el barómetro de Demoscopia con motivo del 28 F para EL PAÍS) parecen indicar un recorte significativo de la ventaja del PP sobre el PSOE en el primer caso y del PSOE sobre el PP en el segundo. Como dice la empresa Demoscopia, la 'hipótesis más verosímil de todo el conjunto de datos aportados por este Barómetro' es 'que las tendencias básicas de la intención de voto no deben haber variado de forma sustancial respecto del último resultado electoral'. Lo mismo cabe decir respecto del conjunto del Estado.

Ahora bien, dicho esto, hay que añadir inmediatamente que es completamente distinta la posición del PP en España de la del PSOE en Andalucía. El desgaste del Gobierno de la nación se puede atribuir a problemas objetivos que se le han venido encima ( vacas locas, inmigración, uranio empobrecido, Tireless...) y frente a los cuales no ha sabido reaccionar inicialmente de manera adecuada. Es claro que el desgaste no se produce por la presencia del problema, sino por la reacción inadecuada. Pero este tipo de desgaste es fácilmente reversible, especialmente cuando se sigue manteniendo un muy alto porcentaje de apoyo electoral y se dispone de tiempo para poder corregir los errores cometidos. El desgaste del Gobierno andaluz, por el contrario, no puede ser atribuido a problemas ajenos que han pasado a convertirse en problemas propios, sino que es atribuible exclusivamente a errores propios. Las crisis larvadas, parlamentaria y gubernamental, son consecuencia de la actuación del PSOE en el incidente xenófobo en la Mesa del Parlamento y en su aplicación de la Ley de Cajas. Los conflictos intermunicipales también tienen su origen en una extemporánea e incomprensible reivindicación de un estatuto de capitalidad por el alcalde de Sevilla.

Esta es una diferencia capital. Corregir una respuesta inadecuada frente a un problema externo es relativamente fácil. Reaccionar frente a un problema creado por uno mismo, es mucho más difícil. Entre otras cosas, porque los problemas generados por el propio partido suelen ser indicativos de una pérdida de cohesión interna y de la aparición de tendencias centrífugas, señales ominosas de la próxima derrota electoral. Las heridas que una organización se inflige a sí misma mina la confianza de los militantes y de los cuadros en la dirección en primer lugar y la de los votantes después.

Sobre esto es sobre lo que el PSOE tiene que reflexionar, sin obsesionarse con el dato de la reducción de su ventaja en voto directo respecto de PP. El problema para el PSOE no es lo que los demás partidos están haciendo o puedan hacer. El problema es cómo poner orden en su propia casa. Y hacerlo pronto. Si acaba generalizándose la impresión de que hay dirigentes o 'poderes fácticos' que juegan por su cuenta y que no hay una dirección unificada, la derrota en las próximas elecciones estará garantizada.

El desorden interno hace perder la iniciativa política. Nadie razonable puede discutir que la iniciativa del presidente andaluz de llegar aun acuerdo para evitar los problemas territoriales en Andalucía sería muy deseable que pudiera fructificar. Pero nadie razonable puede esperar que esta iniciativa fructifique. El PSOE no puede esperar que los demás partidos vayan a venir a ayudarle a resolver los problemas que él mismo se ha creado. Y el tiempo juega en contra. A un partido con casi veinte años de gobierno se le exige más que a los demás.

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