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Tribuna
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'Traffic'

Cuando de niño las películas de terror me hacían cerrar los ojos, me consolaba pensando que lo que veía no era cierto; pero cuando salía del cine pensaba que, no obstante, para filmarlo había tenido que suceder de alguna manera. La ambigüedad entre realidad y ficción es el encanto del cine. Algunas películas tienen, además, la virtud de leer los tiempos y olfatear el futuro.

Traffic es una de esas producciones norteamericanas que, sin tener la calidad de American Beauty, meten el dedo en la herida. Y la hurgan. Con planos superpuestos, el director, Steven Soderbergh, va armando un dramático mosaico de la guerra contra el narcotráfico. El escenario: Washington y su torpe burocracia, México y su astuta miseria. Los personajes: un zar antidrogas saliente -héroe de Vietnam tan bien peluqueado como incapaz de imaginar algo diferente a una pistola-, un zar entrante -exitoso abogado tan bien intencionado como prendado de su ascenso-, un general mexicano -promovido, apuntalado y mil veces condecorado por la DEA- que termina siendo el martillo del cartel de Tijuana contra el de Juárez, un lavador profesional de dólares delatado cuya mujer se convierte en una fiera para sacarlo de la cárcel y una galería de sapos, lagartos y escorpiones; y más sapos. La guerra contra la droga declarada por Washington no es una guerra corriente, porque los hombres encargados de hacerla van siendo poco a poco absorbidos por su enemigo y utilizados -comercio de información- por los carteles de la droga en sus luchas intestinas. La vieja estrategia de dividir para triunfar es un arma de doble filo: las fuerzas que supuestamente combaten el mal se dividen y enfrentan también entre sí. Los agentes de la DEA suelen ser agentes dobles o triples formando un coge-coge -espiral, dirían los sociólogos franceses- que enreda a todo el mundo en sus circuitos donde el dinero es rey. Dinero que todo lo compra y que sirve -decía Marx- hasta para llevar las almas al Paraíso. Es una contradicción de la que los gringos no pueden salir: organizan el mundo con sus dólares y luego tratan de cortar la carrera a los que declaran 'sucios'. El dinero -también lo escribió Marx- 'no tiene fe de bautismo', y, una vez en circulación, todo es bien recibido. El apetito desbocado por la plata y sobre todo por el consumo que permite -ansiedad y sinsentido que se busca calmar con la droga- es el mismo que compra generales, hace volar guerrilleros con el morral lleno y pone a comer en la mano de cualquier traqueto a los altos funcionarios de cualquier gobierno.

En Traffic -Michel Douglas, el actor de moda-, el zar entrante descubre de golpe y porrazo que él, el mismísimo jefe del Ejército del Bien, encarnación del ideal americano, tiene una hija empedernidamente adicta a la cocaína, al crack y a la heroína, y que para conseguirla vende hasta a su madre. Drama de dramas. Su hija por un lado, su carrera por el otro, sus afectos por allá, sus obligaciones por acá. El desenlace es simple y brutal como un puñetazo: no se posesiona, se declara incapaz de llevar la guerra a su casa. EE UU ha triunfado haciendo la guerra a otros, pero ahora enfrenta una guerra distinta, contra sí mismo, los consumidores, una guerra entre familia.

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La sustitución de los cultivos de coca y amapola, de ser posible, significaría otra sustitución: la de la cocaína de origen vegetal por la química -por cualquier otro sustituto, como ya está sucediendo-, cambiazo que impondría una salida distinta, por ejemplo, la legalización, porque la culebra -esa culebra en concreto- no se muerde su propia cola.

Alfredo Molano Bravo es periodista colombiano.

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