De 'magrebíes y gente así...'
Doña Marta Ferrusola, esposa del Presidente de la Generalitat y experta en paracaidismo, ha dado nuevas pruebas de su afición al descenso en picado, esta vez en el campo de las opiniones xenófobas y esencialistas. Su salto al vacío, en respuesta a las inquietudes expuestas semanas antes por Jordi Pujol en La Vanguardia en cuanto a las posibilidades de integración de los inmigrantes de origen musulmán, marcarán un hito histórico en la propagación desde las alturas de la oficialidad de prejuicios etnocéntricos y aprensiones catastrofistas. Cataluña corre el riesgo no sólo de ser sepultada por un alud de inmigrantes sino también de ver sus iglesias románicas sustituidas por mezquitas. Esas gentes quieren nada menos que se respete su religión y dieta alimentaria ('¡no basta con acogerlos, tiene que ser con su comida!'), procrean como conejos ('tienen poca cosa, pero lo único que tienen son hijos') y, a consecuencia de ello, la Generalitat no dipone de suficientes fondos de ayuda a la natalidad, más bien escasa, de los indígenas ('las ayudas son para esta gente que no sabe lo que es Cataluña, sólo saben decir 'dame de comer'). ¿Llegará acaso el día en que los aires de sardana serán acallados por una algazara de voces destempladas y de estridencias musicales de tamtams y guembris?
Si va a decir verdad, las opiniones alarmistas y xenófobas no son una exclusiva de la derecha. Con distintos registros y melodías, las escuchamos en otros ámbitos sin el menor recato y pudor. El supuesto lapsus linguae del socialista Rafael Centeno ('los moros a Marruecos, que es donde tienen que estar'), dista mucho de ser una ocurrencia desafortunada: refleja, al revés, una actitud bastante más común de lo que se cree entre ciertos cuadros del PSOE que, sin ninguna cultura ética ni experiencia democrática, sirvieron de armazón al partido reconstituido con premura durante los primeros años de la transición. De ello pude percatarme conforme avanzaba la década de los ochenta al comprobar que algunos de los que al comienzo de ésta parecían motivados por principios cívicos y solidarios mostraban poco a poco la hilaza de su ignorancia y engreimiento caciquil.
Espigaré un ejemplo entre otros, sin incurrir en hablillas indicretas. Hace más de diez años, solicité a mis amigos de la Diputación de Almería -a la que cedí gratis la propiedad y custodia de mis archivos y manuscritos- un trabajo digno, simplemente digno, para un joven marroquí a cuya familia me honro en conocer desde mi llegada a Marraquech. Tras ser bien acogido en el aeropuerto de Málaga (todavía no se exigía el visado a los ciudadanos del Magreb), el joven fue enviado a un pueblo del interior de la provincia en donde se le procuró un puesto en la plantilla municipal. En varias ocasiones le telefoneé al Ayuntamiento para interesarme por sus condiciones de vida y trabajo. Sus respuestas tibias y un tanto evasivas me sorprendieron: ¿no había cumplido acaso su sueño de saltar a la otra orilla e instalarse en el Eldorado europeo? Cuando al cabo de un año viajé a la provincia, 'caí', como dicen en Cuba, 'del altarito'. A su llegada al pueblo (era el único magrebí), los compañeros de plantilla reaccionaron con unanimidad castiza: '¡Que trabaje el moro!'. Y a partir de entonces, mientras ellos jugaban en el café al tute o a la brisca, él debía apechar con las faenas de limpieza de los otros. Concluida ésta, tenía que trasladarse a una granja escuela -cuyo edificio inhabitado custodiaba- situada a unos pocos kilómetros del centro urbano, trayecto que cubría a pie hasta el día en que adquirió una motocicleta. Pero eso no es todo: inquieto quizá por la idea de que me formulara sus quejas, el señor alcalde del partido fundado por Pablo Iglesias le entregaba la correspondencia abierta. El joven marrakechí le dijo al fin: 'No sé por qué me abre las cartas si usted no entiende el árabe ni el francés'. Me encantó saber que lo había puesto en su sitio, y aquel mismo día le pedí que liara el petate y emigrara a más benignos cielos.
Si esto acaecía a un allegado mío, con cartas de recomendacion, ¿cuál no sería la suerte de los que llegaban sin protección alguna a aquella tierra antaño abandonada y mísera y enriquecida en un lapso muy corto por una conjunción de elementos tan venturosa como irrepetible?
Por esas fechas, la imperiosa necesidad de braceros al servicio de la agricultura intensiva del Poniente almeriense, atraía ya a millares de magrebíes y subsaharianos indocumentados y la imantación se extendía por las pedanías de Níjar y la huerta murciana. Fueron años de silencio cómplice y miradas tuertas ante una explotación salvaje y un sistema de semiesclavitud expuestos sin embargo a la vista de todos. Pero ni a los sindicatos ni a los partidos políticos parecía importarles demasiado la ofensa a la dignidad humana ni siquiera la situación explosiva que se estaba gestando bajo el mar reverberante de los invernaderos. Ni el gobierno ni la oposición sacaban baza alguna al evocar la suerte de los inmigrantes con miras al calendario electoral.
Paradoja cruel: en un viejo país de emigrantes (la población de Almería, por ejemplo, descendió entre 1900 y 1960), la emigración ajena no sólo no es vista con una solidaridad condigna a la propia experiencia sino con recelos atávicos, cuando no con abierta hostilidad. Pero volvamos la vista atrás: dadas las condiciones de pobreza imperantes en diversas regiones españolas -muy parecidas a las que hoy reinan en el Magreb y el África subsahariana-, un representante de los Sindicatos Verticales expuso ante las Cortes franquistas la ponencia titulada El derecho a emigrar, de la que extraigo los siguientes artículos: '1) el derecho a emigrar es un derecho natural derivado de la libre personalidad del hombre; 2) este derecho no puede tener más limitaciones que aquellas que sirvan para garantizar su libre ejercicio, sin perjuicio para el derecho de los demás; 3) el reconocimiento de este derecho deberá incorporarse a los textos fundamentales del Estado español'. Dejando de lado el cinismo subyacente al hecho de que centenares de miles de españoles se vieran forzados a emigrar en las condiciones que todos sabemos tras la victoria de Franco en la guerra civil, estos principios proclamados por un sindicalista de la España pobre, oprimida y apenas repuesta de los estragos de la guerra, ¿eran solamente válidos para nosotros o los Estados que viven en condiciones similares a las que fueron las nuestras pueden invocarlos también?
¡Qué vuelcos da la historia y qué corta es la memoria de los pueblos! Cuando hace tres años apunté a las infames condiciones de trabajo y alojamiento de los inmigrantes en el Poniente almeriense ('Quién te ha visto y quién te ve', EL PAÍS, 19-2-98) y defendí la diginidad y los derechos de quienes, en busca de mejor vida, desembarcaban en pateras y rehenes de las mafias, fui declarado persona non grata por la totalidad de los ediles de El Ejido. ¡Nuestro fantástico salto adelante en términos económicos se acompaña así de un no menos portentoso salto atrás en el campo de la ética y el respeto a los derechos humanos!
Quiero aclarar aquí que no defiendo una apertura incontrolada, utópica, de las fronteras de la Fortaleza europea sino una legislación de acogida flexible, que regule la inserción de cuantos trabajadores requiera el mercado laboral: una cifra que únicamente los economistas y los expertos se atreven a evocar. La Ley de Extranjería de 1985 -uno de los peores yerros del Gobierno de Felipe González- sustituida hace un año por otra más conforme con los derechos de los extranjeros reconocidos por la Constitución de 1978, ha cedido paso a su vez a un tercera -la que entró en vigor el pasado 23 de enero- que constituye un verdadero monumento de torpeza e iniquidad. Una ley que exige a los inmigrantes un seguro de viaje que cubra los gastos médicos y la repatriación en caso de accidente o enfermedad repentina, una verificación en los consulados de sus capacidades de adaptación a la sociedad española (atribuyendo a los diplomáticos un don de vaticinio tan sobrenatural o milagroso como el que quiso otorgar a la policía de fronteras alemana la posibilidad de determinar de visu a los presuntos portadores del virus del sida) y el depósito de sus billetes de vuelta en las dependencias policiales, es una ley que propicia la discriminación, el racismo y la exclusión, que contribuye a perpetuar un verdadero régimen de apartheid en distintas comarcas de España y que no resuelve las situaciones creadas por la inmigración sino que las agrava y multiplica, pues condena a los indocumentados, víctimas de sus cláusulas abusivas, a la explotación despiadada de su miseria (como denunciaba la corresponsal de Almería de El País-Andalucía el 17-2-2001, varias docenas de magrebíes hacinados en un cortijo de El Ejido subsisten con las hortalizas crudas desechadas por los amos de los invernaderos), a la delincuencia (muchos jóvenes dan el tirón a algún bolso en las narices de la policía para ser detenidos y prolongar asú su estancia hasta el día en que sean juzgados) y a los desafueros de las "fuerzas del orden" (durante mi última visita a Barcelona, varios magrebíes del barrio de la Rivera me señalaron que los policías nacionales de paisano les despojaban de su dinero, relojes y zapatillas deportivas de marca so pretexto de que no tenían pruebas justificativas de su adquisición).
Paralelamente a los esfuerzos inútiles de aplicar esta Ley arbitraria y, a fin de cuentas, ajena a las realidades de la economía globalizada vemos desenvolverse a un discurso antidemocrático y con ribetes racistas, pero aparentemente sensato y normalizador, que culmina en las vehementes declaraciones de doña Marta Ferrusola: la distinción entre inmigrantes asimilables en razón de su cultura (léase religión católica) e inasimilables (los de diferente religión). Dichas declaraciones, que acarrearían la dimisión inmiediata, vía consorte o no, de cualquier dirigente político en los países de mayor cultura democrática que el nuestro, son acogidas en España y en la Cataluña pujolista como ejemplo de patriotismo y bon siny. Distinguir entre el buen inmigrante kurdo o moro viola todas las convenciones y leyes internacionales firmadas por España y sitúa a los autores del distingo en la privilegiada compañía de Enciso, Haider y Le Pen.
La huida hacia adelante a la que se lanza en este y otros temas el actual Gobierno, y su tendencia a convertir en problemas propios -a causa de sus ocultaciones y falta de transparencia- los que deberían ser ajenos (mal de las vacas locas, uranio empobrecido en los Balcanes, etcétera), parecen indicar que el menos centrista que centralista Aznar ha entrado en plena posesión de sus defectos. Como nos muestra la experiencia histórica, la naturaleza tiene horror al vacío, y los puestos de trabajo dejados vacantes por los españoles en el sector agropecuario, el servicio doméstico o en la construcción serán inevitablemente ocupados por extranjeros, ya sea en condiciones homologables con las de los demás países europeos, ya de ilegalidad mafiosa, explotación brutal y apartheid. La negación de los derechos civiles básicos por la nueva Ley de Extranjería fundamenta su recurso por inconstitucionalidad. Jactarse de que es "la más avanzada del mundo" parece, cuando menos, una borma de mal gusto. ¿En qué mundo vive el señor Aznar?
Juan Goytisolo es escritor.
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