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RAÍCES
Columna
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Comer en casa

Mucho antes de que hubiéramos oído hablar de la dieta mediterránea, de las excelencias de la fibra de los garbanzos contra el cáncer de colon o de las grasas poliinsaturadas para el asunto cardiovascular, los andaluces cumplíamos a las mil maravillas las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Bien es verdad también, que antes de que el profesor Grande Covián pasara por allí, para los europeos, en lo de comer, sólo éramos un pueblo 'curioso' que nos atiborrábamos de extrañas legumbres y en lugar de tomar los 'benéficos' aceites de semilla, mojábamos pan en esa perdición del aceite de oliva.

No llegamos a la dieta mediterránea por el brillante camino de la bioquímica sino por el de una discreta pobreza. Pues bien, ahora que se nos alaban nuestras antiguas manías, por esas curiosas carambolas de las corrientes alimenticias, los andaluces nos empezamos a apartar peligrosamente de nuestro viejo hábito del cuchareo y lo que es peor, si hemos de echar cuenta a las estadísticas, cada vez comemos menos en casa.

Los antropólogos dicen que el comensalismo es una de las características más peculiares de la cultura mediterránea. Llaman de ese modo poco afortunado, a nuestro afán por celebrarlo todo comiendo. La comida ceremonial es para los andaluces una cosa muy seria.

Pero no sólo hemos ritualizado la comida ceremonial, sino que hasta la comida en casa tenía ribetes arcaicos que revelaban su antigua importancia. En nuestros ojos de niño están aún presentes aquellas extrañas normas familiares. Con el pan había que andarse con cuidado. Si se caía al suelo un trozo, había que recogerlo y besarlo. Poner la hogaza boca abajo era una especie de ofensa sabe Dios a qué divinidad. Pero esto no era nada comparado con la majestad con que el padre se atribuía el derecho a repartirlo a toda la familia cortando con maestría la pieza de kilo y medio apoyada sobre el pecho.

En torno a la comida se vertebró una parte importante de los símbolos de autoridad paterna. Sin embargo, comíamos bien gracias a nuestras madres, nuestras abuelas o nuestras tías. Siempre han andado las mujeres detrás de nuestros sabores infantiles.

Seguramente, la rápida incorporación de la mujer al trabajo fuera de casa y la lenta y remolona incorporación de los varones al trabajo doméstico tiene mucho que ver con que los andaluces coman cada vez más fuera de casa. Pero, sobre todo, no hemos sabido ver a tiempo que comer en casa es algo más que una simple cuestión higiénica atlántica o mediterránea.

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Cuando la comida deja de ser una ocasión de hablarse, de pelearse, de divertirse mientras se comparte la vida, y se convierte, en el mejor de los casos, en una suerte de adoración bobalicona del aparato de televisión, quizás valga abjurar de los frijones y darse en solitario al filete de ternera con patatas buscando el consuelo de que el cerebro se nos convierta cuanto antes en una dulce esponja.

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