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Columna
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¡Ojalá pierdan todos!

En su libro Tiempo al tiempo la física sueca Bodil Jönsson reflexiona sobre la manera en que en nuestras sociedades pueden llegar a tomarse decisiones como, por ejemplo, la de alimentar a animales herbívoros con piensos elaborados a partir de cadáveres animales. Tales decisiones sólo pueden realizarse porque son planteadas y aceptadas en círculos demasiado pequeños o demasiado homogéneos, en grupos en los que todo son sonrisas, asentimientos, aplausos y palmaditas en la espalda. 'Es en pequeños grupos humanos de este tipo', concluye Jönsson, ' donde el ser humano puede perder el contacto con su sentido común colectivo, transmitido a través de toda la historia cultural. Para mantenerlo vivo se necesitan grupos mixtos de viejos y jóvenes, hombres y mujeres, investigadores y gente corriente'.

La política vasca se está haciendo en conciliábulos cada vez más pequeños o cada vez más homogéneos, en los que nadie perdona las molestias que provoca el discrepante. Sólo así puede explicarse el cúmulo de despropósitos cometidos en estos últimos años, empezando por la madre de todos los despropósitos: el abandono definitivo del reconocimiento implícito de la indeseabilidad de pretender organizar políticamente a la sociedad vasca exclusivamente desde una de sus mitades. Este abandono, acto fundacional de un tiempo de horrores cuyo final puede y debe certificarse hoy mismo, se concretó en dos hechos: la firma, el 12 de septiembre de 1998, de la Declaración de Lizarra y la proclamación, durante el periodo previo a la celebración de las elecciones autonómicas del 25 de octubre de ese mismo año, del principio del sorpasso del nacionalismo vasco gobernante si la participación electoral superaba el 70%. Habrá quien pretenda seguir analizando estos hechos desde el modelo del huevo y la gallina, la una como consecuencia de la otra, variando sólo la consideración de una o de otra como causa agente según la orientación del analista de turno. Pero ambas cuestiones, Lizarra y sorpasso, están conectadas entre sí no por una relación causal sino por su vinculación profunda con el sustrato más fangoso y hediondo de nuestra historia cultural: la aceptación a regañadientes del pluralismo estructural de la Euskal Herria moderna, pluralismo que se ha convertido, precisamente, en nexo de unión más allá de las distintas articulaciones políticas. En aquellos aciagos días de 1998 la peste de la simplificación empezó a verterse a través de poros y grietas amenazando la diversidad cosmovisional de nuestros Países Vasco-Navarros y, con ella, la diversidad biológica misma.

Y en esas estamos. El sentido común colectivo que ha caracterizado a las sociedades vasca y navarra se ahoga entre los vapores pestilentes de una política demediadora. Nadie se ha equivocado nunca en nada. Nadie debe modificar un ápice sus estrategias. Todos identifican el diálogo con el acercamiento de los otros hacia sus posiciones, por supuesto inamovibles. Todos piensan la unidad como el agrupamiento en torno a sus propias ideas, por supuesto acertadas. Todos localizan culpas y culpables en el otro lado. Todos son víctimas agraviadas. Todos se han limitado, en todo caso, a responder con movimientos defensivos a los movimientos ofensivos del contrario. Todos creen que pueden solucionar los problemas sin contar con los demás. Todos saben lo que hay que hacer y si no lo han hecho es porque los otros se lo han impedido. En estas condiciones afrontamos unas elecciones que debieran ser trascendentales pero que se quedarán en rutinarias. En el fondo, todos quieren fotografiarse al día siguiente apoyando garbosos su bota sobre la cabeza del contrario, eso sí, perdonándole la vida.

Mi natural melifluo y equidistante me lleva a desear que pierdan todos. O, cuando menos, a desear que empaten. ¡Ay de nosotros si ganan! ¡Ay de nosotros si tiene éxito la estrategia de los grupos homogéneos, sea cual sea el grupo homogéneo que gane! Tal vez por eso empiezo a mirar con otros ojos a Ezker Batua.

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