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Tribuna
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23-F: preguntas sin respuesta (todavía)

No desearía incurrir en lo que una buena amiga denomina la enfermedad del abuelo-cebollitismo, que según ella suele afectar más o menos gravemente a cincuentones y asimilados, pero resulta difícil sustraerse a la conmemoración del vigésimo aniversario del último golpe de Estado en España y no detenerse en algún meandro de la memoria. Con lo cual que íbamos aquella ominosa tarde en insólito plan familiar, acompañando a mi madre de compras, cuando ya oscurecido, en una cafetería de la calle Don Juan de Austria donde decidimos tomar algo, el público se arremolinaba en la barra. La radio transmitía el bando de Millans del Bosch. Espantado por lo que oía -estaban ya las disposiciones mediadas y sólo entendí que quedaban suprimidos partidos y sindicatos- pregunté a un joven si aquella barbaridad se refería a la declaración del estado de excepción en el País Vasco. Con gesto no menos grave que el mío me respondió que no, que era aquí mismo. Con el tiempo justo para el toque de queda conseguí llegar a casa, más preocupado aún, si cabe, por la salmodia materna que rememoraba, vívida e inoportunamente, otra situación aparentemente similar que presenció en directo: la lectura del bando por un oficial sublevado el 18 de julio en Málaga, en la calle Larios, y toda la tragedia posterior.

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El 23-F y el 13-M

Mi primera gran sorpresa fue que pude conectar telefónicamente con la sede central socialista -en la de Valencia, lógicamente, ya no respondía nadie- sita en la calle Santa Engracia de Madrid, antigua García Morato, donde me comunicaron que estaban trasladando archivos a un lugar seguro y me dieron un teléfono de contacto, al cual toda la noche estuve comunicando los datos de movimientos de unidades y blindados que, con puntillosa precisión cuasicastrense, Manolo Martínez Sospedra me iba transmitiendo desde el privilegiado observatorio de su domicilio, completados por otro par de amigos en distintos puntos de la ciudad. Más tarde, al filo de la medianoche, recibí la primera de las llamadas que Eduardo Fayos, a la sazón delegado del Comité de Gestión de Cítricos, consiguió hacerme desde nuestra embajada en Estocolmo. En la última me decía que estuviésemos tranquilos porque, según el embajador, el Rey iba a aparecer con su mensaje en televisión anunciando que todo estaba controlado, lo cual ocurrió poco después.

Desde el principio, el efecto de esta sorpresa, con no poco aporte de tranquilidad, fue constatar que estos chapuceros, faltos a lo que se ve de práctica, ni siquiera habían controlado las comunicaciones. No se habían molestado ni en leer a Curzio Malaparte que, en su Técnica del golpe de Estado, establece ese control como uno de los primeros requisitos de cualquier golpista que se precie. Pensamiento que no me calmaba por completo pero me hacía concebir la esperanza de aquello no era muy serio. Más tarde uno ha oído historias sobre la euforia etílica de Merry del Val en Sevilla o la contundente respuesta que nuestras fuerzas aéreas dieron a los golpistas, lo cual que no quita gravedad a lo sucedido pero lo sitúa en los términos de una parodia de aficionados.

Más preocupante era, y sigue siendo en tanto que no se conoce, la dimensión civil del golpe. La cual, a lo que parece, tenía en Valencia una de sus más importantes manifestaciones, sobre la cual se ha corrido un tupidísimo velo. Y uno que está dispuesto a sumirse, y se sumió, en la amnesia colectiva por mor de la necesaria y pacífica transición española, sigue sin entender que tras sublevarse en 1981, tres años después de proclamarse nuestra Constitución, los guardias civiles, oficiales y números, que entraron disparando en el Congreso, sobre todo el miserable que intentó zancadillear al anciano y gallardo general Gutiérrez Mellado, hayan podido seguir en activo y disfrutar ahora o en un próximo futuro de su inmerecida jubilación. Por no hablar de quienes ni discutieron las órdenes de romper con las cadenas de sus tanques el asfalto de nuestras calles.

¿Qué empresarios valencianos pagaron presuntamente, entre otras cosas, los autobuses que condujeron a los golpistas hasta el Congreso? ¿Quiénes fueron los catedráticos, de Medicina y de Derecho, reunidos en un piso de la calle Játiva aquella misma noche para ocupar al día siguiente la Universidad, al tiempo que elaboraban una lista de depurados y el nuevo equipo rectoral? ¿Se conserva algún ejemplar de la primera edición del diario Las Provincias, que no llegó a salir a la calle? ¿Qué pasó aquella noche en el Palacio del Temple? ¿Merecía su posterior ascenso el general Caruana?

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El tiempo, en su devenir, es el más potente esmeril, la piedra de amolar que acaba rebajando cualquier aspereza, incluso el rencor. El 23-F es ya, afortunadamente, historia en términos políticos. Queden aquí, entre otras muchas, estas preguntas cual ladridos de perro a la luna. Quizás, algún día, nuestros nietos tengan el consuelo, en términos históricamente precisos, de verlas respondidas.

Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.

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