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Columna
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Vientos de cambio

Soplan vientos de cambio en Euskadi. El estrepitoso fracaso de la política nacionalista pueden producir lo inimaginable hace muy pocos años: un lehendakari del PP en Ajuria Enea y una alianza entre socialistas y populares para formar un Gobierno mayoritario en el Parlamento de Vitoria. Este y no otro es el verdadero resultado de los errores, casi exclusivos y, en todo caso, decisivos, de la comunión del nacionalismo vasco oficializada en Estella-Lizarra.

El primer error fue echar por la borda, a la primera de cambio, todo el capital político atesorado por el lehendakari Ardanza en la Mesa de Ajuria Enea, incluido su propio liderazgo. Es cierto que ha habido otras responsabilidades, pero alguien, con aires de visionario, aprovechó la circunstancia para apretar el acelerador de sus delirios soberanistas.

El segundo error fue romper lo que había sido una tradición del nacionalismo gobernante: pactar y tener excelentes relaciones extractivas con quien gobernase en Madrid. En esta fase final, rompiendo la luna de miel con el PP, quien, al decir del gran ayatolá muy pocos meses antes, había contribuido al autogobierno vasco en un solo año de gobierno en Madrid mucho más que los socialistas en una década larga.

El tercer error fue la inmensa deslealtad del PNV con sus socios socialistas en el Gobierno vasco, con quienes compartieron frente en el Gobierno y en la II República, en el exilio y en la lucha antifranquista, de quienes recibieron la fórmula del autogobierno de la mano del pragmático Prieto y con cuyo apoyo enriquecieron esa fórmula tras una transición exitosa. El pago a esos socialistas, que les salvaron del desastre en 1986, que les apuntalaron en su papel central en la política vasca y con quienes gobernaron hasta 1998, fue una puñalada por la espalda al pactar su exclusión xenófoba con los verdugos de ETA que les estaban matando.

El cuarto error fue el ignominioso pacto con los terroristas, por el simple cálculo electoral que les producía el vértigo ante la posibilidad de perder las elecciones y el miedo y la cobardía ante la eventualidad de ser víctimas, también, de los atentados terroristas. Pacto estratégico que les permitía el reencuentro en el sabinianismo más rancio, retrógrado y totalitario, revestido de una retórica soberanista y etnicista. Su modelo de democracia orgánica y excluyente partía la sociedad en dos, moviendo la anterior línea divisoria entre demócratas y fascistas para situarla entre soberanistas y españolistas (al decir de ellos).

El quinto error fue equivocarse de país y de política al incendiarlo con la política de adversarios, propia de los sistemas duales y centrípetos del mundo anglosajón, sin asumir ni entender que la única política posible de nuestro pluralismo polarizado es la política de pactos, que se concreta en los modelos consociativos. Su camino nos lleva a una dinámica centrífuga, que facilita la capacidad de chantaje de la estrategia antisistema y pone en peligro la propia viabilidad de nuestra democracia.

El sexto error fue equivocarse con el socio. El aprendiz de brujo creyó que la bestia estaba herida de muerte y predispuesta a entregarle el botín, sin darse cuenta que había nacido (y seguía intentándolo) para sustituirle en el liderazgo de la comunión. Por si fuera poco, el error de cálculo le llevó a intentar maximizar la recolección de las nueces a costa de deslegitimar las instituciones democráticas que monopolizaba, al tiempo que legitimaba a posteriori la historia de sangre del terrorismo abertzale.

El séptimo error fue no rectificar a tiempo, tras el estropicio producido por el zorro que él mismo había metido en el gallinero, cuando éste volvió a hacer lo único que sabe: matar. Aprovechándose del blindaje que las reglas del juego de la investidura y la censura constructiva producen en nuestro sistema de gobierno, no reparó en el carácter ilegítimo de quien tenía la llave del mismo, confundiendo legalidad con legitimidad y administración con gobernabilidad.

El octavo, y no último, error fue prolongar esta agonía gubernamental, aun a costa del desgaste institucional, de ahondar la fractura social, de echar a rodar una dinámica peronista y plebiscitaria, que se atrevía a cuestionar la eficacia de las elecciones o la propia labor de crítica o alternancia de los partidos de la oposición.

El que no ha rectificado antes, tendrá que hacerlo después. Esa es la gran ventaja de las elecciones democráticas. La mayoría autonomista y moderada de los demócratas de este país es la única que puede garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, devolviéndole el equilibrio a la política vasca, aunque sea en dos tiempos. El primero es el de la alternancia, tan sana y necesaria en democracia, que los vientos de cambio nos están señalando.

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