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Columna
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Y después ¿qué?

Al final de todas las campañas electorales, en ese día que la ley reserva a la reflexión, hay que pedir a los ciudadanos que, oídos los argumentos, imaginen cada uno de los resultados posibles y decidan en consecuencia. Ahora que se han convocado las elecciones vascas, tras tantos meses en que ni siquiera un terrorismo salvaje justifica un comportamiento desnortado de los dirigentes políticos, parece necesario reclamar que desde el primer momento se lleve a cabo esa operación.

El examen de lo que ha sucedido en esta legislatura vasca tiene sus zonas de sombra y de claridad. Las primeras no sabemos si llegaremos a despejarlas algún día: se refieren al acuerdo PNV y ETA, y a la posibilidad de que el Gobierno del PP pudiera haber hecho más durante la tregua. Lo verdaderamente pésimo vino luego. Durante la tregua, lejos de tratar de disminuir las prevenciones de una parte de los ciudadanos ante la autodeterminación, el lenguaje de muchos dirigentes del PNV tendió a multiplicarlas y, luego, e1 esfuerzo por ganar tiempo, cambiando lo menos posible el discurso anterior, ha concluido en ahondar el abismo entre quienes debieran estar unidos. El PP, por su parte, ha mezclado confusamente todo y ha hecho de la efusión sentimental una política cuyos efectos a medio plazo pueden ser desastrosos. La autodeterminación puede ser una política estúpida -en mi opinión lo es, porque no daría lugar a una nación sino a un patchwork-, pero es legítima y distinta del terrorismo. Por su parte, el PSOE no ha llegado a definir una política de perfiles nítidos.

El máximo del absurdo lo hemos presenciado esta semana. El reproche de tibieza a los obispos sencillamente no tiene sentido. La condena del terrorismo es una cuestión de principios; la forma de combatirlo, una estrategia política. Si se presume eso de la Conferencia Episcopal por tales razones, ¿cómo habría que juzgar a CiU y a IU que son grupos políticos? Pero el Pacto Antiterrorista tampoco es, como dice el PNV, 'puramente electoralista'. Ha tenido el mérito de pacificar las relaciones entre dos partidos decisivos. Para él vale, no obstante, la denominación de una remota colección literaria -'O crece o muere'-: si carece de ansia por ampliarse se secará hasta las raíces por más que se pretenda, una y otra vez, airearlo por quienes ya están de acuerdo con él.

La clase política dirigente del País Vasco ha transmitido, en una situación crítica, la imagen de no estar a la altura de las circunstancias. Nunca ha habido una crisis tan grave en el PNV desde 1975, ni tampoco esperanzas tan megalómanas en el PP y el PSOE a pesar de que un Gobierno semejante al que desean ya existió en 1978. En estas circunstancias llamar 'sinvergüenza' a un diputado o ponderar los 'bigotes' propios frente a los ajenos cuando en estas filas hay huecos provocados por el terrorismo no da, siquiera, sensación de dramatismo, sino de ligereza e insustancialidad. Todavía más: cualquier analista con un mínimo de frialdad al tratar de enjuiciar las disputas de los dirigentes políticos sobre el País Vasco no tardará en ser consciente de que su peor pecado es la inautenticidad. Desde hace tiempo, en un esfuerzo idiota por combatir el absurdo terrorista con manotazos a quien debieran tener cerca, dicen cosas que es imposible que piensen. Ni el PP cree en la identificación de PNV y ETA, ni el PNV la existencia de una 'brigada mediática', ni el PSOE que las cosas no puedan 'empeorar'.

Sólo la propia sociedad, pero de una manera demasiado tardía, parece imponer la cordura. Han sido las víctimas, los pacifistas o los universitarios quienes han impuesto la actuación unitaria. Los ciudadanos vascos debieran, por tanto, imaginar cuál de los partidos en liza va a ser más capaz de aceptar la decisión de las urnas sin por ello lanzarse al monte, cuál va a tratar con mayor sinceridad de aportar su granito de arena a la reconstrucción de la unidad y cuál va a situar en sus verdaderos términos el resultado. En las elecciones, los ciudadanos no se equivocan y marcan el rumbo de la política, pero, tras ellas, hay cosas que no pueden ni deben cambiar: los principios de la democracia y la solidaridad esencial entre quienes los comparten. Quien cumpla estas tres condiciones merecerá más que nadie la victoria por más que siempre deba contar con los demás.

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