Aspectos valencianos del 23-F
El autor repasa las claves y la actuación de algunos protagonistas durante la intentona militar en Valencia
En la tarde/noche del 23-F Valencia fue trasmutada en ciudad fantasmal. Las cadenas de los tanques, que desgarraron el pavimento de una serie de arterias principales, chirriaron durante horas advirtiendo del inicio de una potencial pesadilla. Quizás por ello los estorninos interrumpieron su habitual recogida en el dormitorio brindado por los ficus de gran porte. Instinto animal que también evidenció la especie humana al agotar los alimentos básicos de muchas tiendas. Con mayor racionalidad muchas personas, por el contrario, durmieron con suficiente tranquilidad tras el discurso del Rey.
Aquella noche no fue vivida de igual manera por todos. Una minoría, alguno más de los cinco justos no hallados en Sodoma, pero no muchos más, se preocuparon de ir al fondo de lo que sucedía y de evitar que en el futuro se repitiera una nueva aventura criminal. Entre ellos el empresario José María Jiménez de Laiglesia que intentó la edición del Diario de Valencia que hubiera proporcionado soporte popular al temporalmente resucitado medio. También César Llorca, líder del Partido Comunista y de CC OO, acudiendo con otros sindicalistas a dar la cara al Gobierno Civil. Allí pudo conversar con el gobernador militar, el general Luis Caruana, que cumplía órdenes del capitán general de hacerse cargo del Gobierno Civil. Siendo desconcertante el discutir cierto tiempo sobre lo que sucedía, no hubo acuerdo en las interpretaciones de los inquietantes acontecimientos, pero los modales no exentos de paternalismo de Luis Caruana no encajaban en la imagen del golpista.
Aunque la pesadilla se fue desvaneciendo a lo largo de la noche una vez emitido el mensaje real, Jaime Milans del Bosch tardó largas horas en aceptarlo, así como la posterior orden verbal de su Rey. Primero desoyó órdenes del teniente general Gabeiras, no aceptando el arresto que le imponía. Después, tras conversar con el Rey, proyectó infantilmente, alentado por el coronel Diego Ibáñez, la toma de Madrid con unos tanques que no hubieran sobrepasado los aledaños de La Reva. Finalmente, faltó al cumplimiento de normas no escritas, no volándose de un disparo la tapa de sus sesos. Por la mañana, mientras su mujer, Amparo Portolés, recibía el alivio de sus más íntimas amigas, la atención pública se trasladó al Congreso de los Diputados. Sobre una mesa de Capitanía General quedaban abandonadas las flores enviadas en adhesiones ciertamente nocturnas y alevosas.
Aquella mañana, el gobernador civil, José María Fernández del Río, ignorante todavía de cómo iba a juzgarse el papel del general Caruana, se pasó de listo evidenciando que toda la noche, ayudado por el wisky, había estado viéndolas venir. No eran creíbles sus pretendidas argucias de engañar al gobernador militar, al que traicionó en su amistad explicando que aprovechaba sus salidas de escena para ver a su mujer y, en verdad, conectar con Madrid. El cómplice de Fernando Abril Martorell en la estrategia de las tías Marías tuvo la fortuna de ser olvidado en su insignificancia pero alguien relatará en memorias personales el juego sucio del mediocre arquitecto. En relación con ello, curiosamente el general Milans mantenía una actitud anticatalana enfermiza pese a ser miembro del Real Cuerpo de la Nobleza Catalana, a la que se pertenece, por otra parte, tras petición del aspirante.
Veinte años más tarde todavía se puede concluir, tras conversar con quienes fueron amigos del deshonrado militar, que Jaime Milans del Bosch vino a su cargo de virrey de Valencia con la obsesión del golpe de Estado. La clave está precisamente en la desconfianza que acumuló desde el principio respecto a Luis Caruana y Gómez de Barreda. En efecto, dos días después de su toma de posesión el nuevo capitán general, cenando con dos matrimonios de la alta sociedad valenciana en la calle de las Comedias, preguntó insistentemente sobre la opinión que les merecía el gobernador militar. Los numerosos testimonios recogidos de forma semejante tendrían su explicación en los tres familiares cercanos a Caruana, dos de ellos hijos suyos, que militaban o habían estado en la órbita de partidos de la izquierda. Milans del Bosch, naturalmente, tenía desde el primer momento los informes, tanto de la policía militar como de la Jefatura Superior de Policía, de las tres personas aludidas. Al mismo tiempo era socialmente conocida la actitud de Luis Caruana de respetar a sus hijos a los que, simplemente, trataba de convencer por la palabra.
Quizás la prueba de fuego que Milans puso a Caruana, tal como relató a Carmen Topete al mismo tiempo que afirmaba que Caruana no era un buen militar, había ocurrido en plenas Fallas de 1979. Sabedor que unos jóvenes habían manchado de pintura la escultura de Franco, Milans ordenó a Caruana se acercase hasta el monumento todavía sin desmantelar para contar más tarde lo sucedido. Como quiera que Caruana no creyera oportuno cumplir la orden dio una vuelta y regresó a Capitanía General, excusándose en el gentío pendiente de la mascletà. Ante ello Milans abroncó a Caruana indicándole no arrestarle por el alto grado que ostentaba. Por lo demás las indagaciones efectuadas apenas colocan en sospecha firme a un aristócrata valenciano como comprometido en la trama civil del 23-F.
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