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Columna
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Sin maniqueísmos

Suelen a veces establecerse rígidas oposiciones en el gusto literario, de modo que una clase de literatura excluye terminantemente a la otra. Hace algunos días, un ruidoso escritor se asombraba de cómo había críticos literarios que podían gustar de pensadores eminentes y de escritores por él considerados costumbristas; podemos dejarlos mejor en escritores antimetafísicos. Juan Benet, tan eminente también, se llevó buena parte de su vida despotricando de Galdós; autor conocemos que ama a Baroja pero detesta a Valle; hace ya algunos años la devoción por Machado excluía a Juan Ramón Jiménez; a gente respetable le tiene uno oído que gustar de Cernuda, tan escasamente metafórico, supone renunciar a Lorca, metafórico abrumador. Los ejemplos podrían multiplicarse y los hay elevados: Antonio Machado, por ejemplo, descalificaba a casi toda la poesía española, salvo los primitivos, Manrique, fray Luis y Bécquer. Todo lo demás era para él barroquismo estéril, 'incendio de teatro'.

Uno descree de este maniqueísmo estético, que comprende hasta cierto punto en los creadores, en la medida en que juzgan a los autores por sus afinidades estéticas y sus juicios forman o pueden formar parte de la dialéctica literaria de lo viejo frente a lo nuevo, el parricidio generacional, etcétera. Desde luego, este maniqueísmo es absolutamente inadmisible en los críticos y en los creadores que ofician de tales. No es un problema de psicoanálisis, como clamaba el ruidoso de marras, sino de comprensión profunda del fenómeno literario. La moderna teoría de la literatura ha enseñado que es inútil hablar de una sola clase de literatura; bien al contrario, existen literaturas de muchas clases. Tanto en su génesis (diarios y memorias frente a novelas y cuentos) como en su formulación (estilos transparentes y estilos opacos) y en su misma orientación (esteticista o comprometida con la realidad). Las cartas de Flaubert a Louise Colet eran, ante todo, cartas de amor, que luego hemos convertido en literatura; Madame Bovary era, en cambio, literatura desde el principio. Galdós creía en una clase de novela donde la representación constituía el núcleo central de la escritura narrativa, al igual que Balzac; es Flaubert, con el precedente de Stendhal, quien invierte esta relación de valores y el estilo pasa a un primer plano. Pero el valor estético de la representación es el mismo. Eso explica, con todo, la diferencia de escritura que existe entre Galdós y Clarín, lo cual no significa que Galdós escriba mal y Clarín escriba bien. Son dos poéticas distintas las que subyacen a cada novelista. Y uno no se explica por qué la admiración hacia Clarín deba ir en detrimento del fervor galdosiano.

La literatura es cuestión de palabras, pero no de palabras utilizadas de cualquier modo, sino emplazadas y dirigidas con una orientación determinada que persigue precisos y contrapuestos efectos. Podría explicarse la peculiar elocución galdosiana por la amplia extensión que don Benito marca a sus novelas, en tanto que la elocución de Clarín está o puede estar condicionada por unidades inferiores: el párrafo, la página, etcétera.

Lo que es incompatible con la buena literatura es la mala literatura, y nadie puede argumentar con rigor que el Galdós de Fortunata y Jacinta sea malo, al margen del garbancerismo que le atribuyó Valle-Inclán... Después de haber dicho cosas bastante mejores de él, y que admite la oración por pasiva: por ejemplo, 'Don Ramón, el galancete cursi de las princesas y las marquesas de su primera época', lo que sería otra necedad. Uno puede gustar de Benet y de Galdós, de Baroja y de Valle, de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez, de Lorca y de Cernuda, de Balzac y de Joyce, etcétera. Importa distinguir cuidadosamente entre gustos y preferencias, y entre gustos y juicios. Lo primero no anula lo segundo; y gusto y juicio son conceptos distintos. Lo que no vale nunca es lo malo. Aquí no cabe elección. Si para leer tengo como única alternativa a Martín Vigil y a Palacio Valdés, aun comprendiendo que don Armando escribía mejor -redactaba mejor- que el citado Martín, tomo un crucigrama, si está a mano, y resuelvo la falsa disyuntiva.

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