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Columna
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Viejo Shanghai

El centro cultural Montehermoso de la capital alavesa acoge el ultimo trabajo de Alberto Schommer (Vitoria, 1928). Es un amplio documento sobre la ciudad china de Shanghai en blanco y negro. Se acompaña de un breve audiovisual en color que se proyecta en saloncito aparte para explicar a grandes rasgos peculiaridades del lugar. Mayores matices pueden encontrarse en el libro que recoge las 113 fotografías que componen el conjunto. El prólogo del poeta José Hierro y el jugoso ensayo de Javier Echeverría son también imprescindibles para entrar con buen pie en el escenario oriental. La presentación estuvo oficiada por el autor, el alcalde vitoriano y José Antonio Ardanza, éste último en tanto que presidente de la Fundación Euskaltel, entidad patrocinadora. En este marco, con tono jovial y talante relajado se inauguraba la exposición que recorrerá los tres territorios de la comunidad autónoma.

De buenas a primeras cuesta identificar el Shanghai creado en nuestra trastienda intelectual a base de películas, telediarios sobre la revolución maoísta, novelas y aventuras de marinos por las aguas del Pacífico. Prevalece la explosión arquitectónica de una ciudad elegida como paradigma del mañana que llega con este nuevo siglo. Schommer ha traído desde el delta del Yangtze lo que considera puede ser un aspecto inexorable del futuro: las altas torres de acero y hormigón. Aunque muy vistas en fotografía, dominan el paisaje, son herramienta cómoda para una nueva economía basada en la telemática, un mundo que necesita emerger hacia el espacio para recibir sin interferencias las ondas comunicadoras.

Javier Echeverría, acompañante del fotógrafo en su prospección oriental, define un Shanghai con tres alturas distintas. A ras de suelo, donde todavía manda la naturaleza; un termino medio adjudicado a los miles de tejados de las casas modestas y, finalmente, los rascacielos repletos de antenas. Los últimos son templos de los nuevos señores del aire, un cuarto nivel que hoy se explota industrialmente, como antes se hizo con la tierra y el mar, con aciertos y errores, buscando obsesivamente el máximo beneficio.

El relato gráfico se cierne al criterio casi geológico de las distintas capas indicadas. No puede abstraerse de la nostalgia del pasado. Arranca desde las marismas en el delta. Las brumas matinales envuelven con velo hamiltoniano cultivos y chozas agrícolas. En la lejanía se vislumbran algunos tejados con las puntas afiladas hacia el cielo como indicadores de próximos contrapicados que la cámara se verá obligada a realizar. Aparecen los primeros personajes. Un campesino transporta dos calderos de agua con percha colgada al hombro; otro, con amplia sonrisa y pantalones remangados, nos enseña un hermoso pez cogido en alguna acequia cercana. Van desfilando barcas a remo, jardines y triciclos. Rincones y cocinas de barrios humildes son el preámbulo de la urbe atosigante.

La ciudad está repleta de carteles y anuncios verticales, amontonados por el efecto de un teleobjetivo, en sugerente caligrafía local. Una viandante mira al callejero para orientarse, su vestimenta tiene trazos occidentales. El movimiento de las gentes marca estelas en el negativo; la lluvia se capta a través de los cristales de un coche. Los puentes y el puerto, gabarras, cargueros y transbordadores, se mezclan con el trafico rodado. Las piruetas de las autovías están presididas por auténticos gigantes arquitectónicos. Pero el fotógrafo sabe que al pie de estas grandes moles de pisos y oficinas discurre la vida y no ha pasado por alto el detalle. El portero del hotel, los vendedores ambulantes, la cocinera o el tenderete de patos desplumados pasan también ante su objetivo. Una inmensa escultura de una mano sosteniendo un móvil y una inmensa panorámica cierran el recorrido.

Este reportaje, llevado a cabo en base a una loable estética de los años cincuenta y sesenta, hubiera agradecido, para mejor perfilar su idea central de futuro, espasmos visuales más frescos e innovadores.

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