Una tarde golpeada
Aquel remoto mediodía salieron muchos jeeps de los cuarteles de La Alameda y me dije que algo pasaba
A última hora de la mañana del 23 de febrero de 1981 caminaba por el Puente de Viveros hacia Cardenal Benlloch para comer con mis hermanas y me sorprendió ver junto a la rotonda de la fuente un montón de jeeps militares en fila india y como con los antenas puestas, así que pensé de pasada que los milicos andaban de maniobras, aunque los vi algo nerviosos, y seguí mi camino por Blasco Ibáñez. Comimos arroz con acelgas y un rape a la almendra que mi madre nos había enseñado a cocinar Por entonces yo trabajaba más o menos con Josep-Vicent Marqués, así que salí a tomar café en la mítica mesa de Económicas, donde chafardeaban, entre tantos otros, Damiá Mollà y Salvador Salcedo, Carmen Alborch y Vicent Soler. Más que café a secas era carajillo algo cargadito, con el que José y yo nos pertrechábamos para la sesión de tarde de una colaboración por entonces casi endémica. En esas estábamos, como cada día, vacilando entre seguir con la tertulia o ponernos de una vez a la faena, cuando un demudado Angel Ortí, creo recordar que por entonces decano de la facultad, apareció en la puerta del bar gritando que acababa de escuchar por radio que un comando de ETA disfrazado de guardias civiles había asaltado el Congreso y secuestrado a los parlamentarios, a lo que añadió, me parece, que ahora se vería si los extremosos de izquierda apoyaban de una vez los desvelos de la ucedé para democratizar el franquismo.
La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Me parece que nos volcamos en la radio de no se qué departamento hasta que oímos con todas sus letras de chusco espanto el apellido del coronel Antonio Tejero como protagonista de una vejación sin nombre. Ante la incertidumbre de que ese Rambo mofletudo y con mostacho lograse consumar su despropósito, se decidió que esa facultad no era precisamente el mejor sitio para esperar lo peor, de modo que nos disolvimos y acompañé a Marqués a su casa, aconsejándole que a partir de ese momento no hablara con nadie desde su teléfono y que lo hiciera desde una cabina siempre que la comunicación fuese neutra y no excediera de un par de minutos, que se deshiciera de sus agendas y que ya tardaba en buscar otro habitáculo donde pasar la noche. José murmuró algo parecido a que aquello suponía una quiebra de importancia en su planes de futuro, así que nos hicimos con una botellita de Johnnie Walker en el súper de la esquina y lo despedí en su portal, porque también yo tenía que poner un par de cosas en orden. Antes de largarme del Xúquer, llamé al timbre de Alberto García Esteve, que vivía justo al lado. Por suerte, no había nadie. Todavía era pronto para que los hubieran cazado a todos.
Siguiendo mis propias consignas, porque en algo había de ser consecuente, llamé a Madrid desde una cabina a Fisa Aranguren, a la que encontré en casa de su padre porque se había acercado para ver si todo estaba dentro de los límites de lo normal. Me vino a decir que ahora mismo -es muy madrileña esa expresión, aunque sea imposible reproducir aquí su voz- la situación era allí bastante confusa y que mejor si nos abríamos, a la vez que me indicó que circulaban rumores de inquietud sobre la situación en Valencia. Así que fui a Roteros, la calle del Carmen donde vivía entonces, para coger mi bicicleta -por disponer de un medio rápido de locomoción- y salir zumbando hacia la Gran Vía, donde quería ver a Pilar, mi mujer de entonces y casi de siempre. No estaba allí -luego sabría que nos habíamos cruzado- y no sabiendo qué pensar recorrí la vía del ensanche hacia el este para volver hacia Roteros siguiendo el curso del río, cerca de los cuarteles de La Alameda, por si pispaba algo. Ya era de noche. Nunca, y digo bien, nunca olvidaré el atasco entre Viveros y el Pont de Fusta, con todas las radios de los coches inmóviles retransmitiendo el parte del valeroso general Milans del Bosch, ni la mirada de pecera de sus innumerables conductores.
No acierto a designar atributos para un impulso de esa clase, pero seguí pedaleando hasta llegar al cruce con Fernando el Católico a tiempo de ver el torpe recorrido de los tanques con antenas destrozando las aceras y de seguir su paso en una bicicleta sin luces hasta ese tramo de la apacible Gran Vía en el que por primera vez enmudecieron los miles de estorninos atacados de estreñimiento en aquella terrible estampa nocturna. Presa de resistentes propósitos más que de la indeterminación sobre el presente, volé dando pedales hacia Roteros, dejé la bici en el portal, subí la escalera y al abrir la puerta estaba Pilar, esperándome. Pasamos buena parte de la noche pendientes de la radio y de la puerta de entrada, por si un si acaso. Después hicimos otras cosas y hacia el amanecer respiramos más tranquilos. Por la mañana -y me refiero a un suceso de pronto extraordinario- salimos a la calle como si no pasara nada, inmersos otra vez en el error de que nada malo habría de estorbarnos.
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