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Un pacto para Cataluña

Francesc de Carreras

La semana pasada se acordó por unanimidad en el pleno del Parlament de Catalunya una moción que ha sido denominada periodísticamente 'pacto antiterrorista catalán'. En dicha moción hay una condena inequívoca y sin matices de la violencia como arma política. En ella se dice textualmente: 'Todo objetivo político puede propugnarse legítimamente en democracia, pero su defensa no puede justificar nunca el uso o aceptación de la violencia'. Hay, además, apelaciones 'al diálogo y a la unidad de todas las fuerzas políticas democráticas', a la 'colaboración entre todas las instituciones' y a la necesidad de 'potenciar la relación entre los gobiernos'.

Ciertamente, no se va más allá pero, en todo caso, el pacto me parece altamente positivo desde un punto de vista interno: ningún partido parlamentario quiere que en Cataluña se utilice ningún tipo de violencia. No es algo nuevo, pero tras los dos últimos meses, sobre todo después del asesinato de Ernest Lluch, hacía falta una declaración institucional unánime de este tipo. Quizá una mala interpretación de ciertas actitudes podía hacer pensar que un sector significativo de catalanes expresaba cierta comprensión hacia la actuación de ETA. Ha quedado claro que no es así y que cualquier violencia no sólo será objeto de condena unánime y sin paliativos, sino que Cataluña no es ningún 'eslabón débil' ni los terroristas encontrarán aquí el 'terreno abonado', como quizá podían sospechar algunos. El pacto antiterrorista catalán sirve, por tanto, para mostrar una vez más que ningún comando terrorista será ayudado, ni activa ni pasivamente, por fuerzas políticas significativas de Cataluña.

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Pero la posible eficacia del pacto catalán se queda voluntariamente ahí. Su último punto revela una explícita neutralidad que encubre las discrepancias políticas de los firmantes en torno a la política vasca. Así, acuerdan 'manifestar su reconocimiento de todos los acuerdos, esfuerzos e iniciativas políticas y sociales hechas en todo el Estado [sic] para conseguir estos objetivos, sin perjuicio de la valoración que de cada uno de ellos pueda hacerse'. Ahí entramos en las diversas soluciones, todas legítimas como hipotéticas vías para acabar con el terrorismo, pero no todas acertadas según viene demostrando la realidad.

En los últimos años, dos han sido los modelos políticos que han intentado acabar con el terrorismo en Euskadi. En primer lugar, el pacto de Lizarra, que consiste básicamente en agrupar a todas las fuerzas nacionalistas, sean democráticas o no, con exclusión expresa de los partidos estatales y con el objetivo de dar pasos concretos hacia la independencia de Euskal Herria (incluidos, por tanto, Navarra y el País Vasco francés) hasta llegar a conseguirla aunque sea por métodos alejados de la democracia. Ahí, según parece, acabaría la amenaza terrorista. La baza principal de este modelo estaba en que ETA dejaba temporalmente de matar, aunque no de auspiciar otras formas de violencia, como la llamada kale borroka. El cese de la tregua ofrecida por ETA ha puesto en crisis el modelo.

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En segundo lugar, el pacto entre todos los partidos democráticos, sean nacionalistas o no. El carácter democrático de los partidos se mide por el rasero, obvio y mínimo, de que condenen expresamente el ejercicio de la violencia como arma política. Es la filosofía del antiguo pacto de Ajuria Enea, vigente hasta la firma por el PNV del pacto de Lizarra. Esta filosofía es idéntica al actual pacto suscrito hoy entre el PP y PSOE, que ha añadido a la misma una premisa ineludible y lógica: quien está en un pacto no puede estar en el otro ya que ambos se basan en unos presupuestos y unas finalidades distintas.

Confrontando ambos pactos, muchos ciudadanos no dudan en escoger el segundo, pero con una duda: ¿servirá para algo?, ¿o será una segunda edición del pacto de Ajuria Enea? A mi modo de ver, la filosofía del pacto PP-PSOE, desde un punto de vista democrático, es la única legítima, pero su eficacia depende de un conjunto de circunstancias. En primer lugar, de la eficacia policial, hoy puesta en duda desde la misma Erzaintza. Este es un factor cuyo origen se encuentra en la actual política del Gobierno vasco, prisionera de los acuerdos de Lizarra. En segundo lugar, y ello es decisivo, del necesario aislamiento intelectual, social y político de la banda terrorista ETA y de su entorno más inmediato.

Mientras a ETA se le justifique indirectamente diciendo que hay 'motivos políticos' para su actuación, que es expresión de un 'conflicto' no resuelto o que se confunda a 'los vascos' con los 'nacionalistas vascos', la banda terrorista se irá renovando generación tras generación. Siempre habrá jóvenes dispuestos a matar a los 'enemigos' en nombre de Euskal Herria aunque sea a costa de inmolarse ellos mismos en el siniestro altar de la Patria. Pero el principal peligro no está en ellos, sino en los que les dan ánimos y cobertura moral, que los justifican políticamente, que votan a los partidos que no les condenan. Los asesinos de ETA no son únicamente los muchachos del tiro en la nuca y del coche bomba, sino que también hay que considerar asesinos a quienes los justifican ideológicamente.

Sólo podrá acabarse con ETA si queda reducida a una mera banda terrorista, como en la década de 1970 la Baader-Meinhoff en Alemania o las Brigadas Rojas en Italia: sin ningún apoyo ideológico, sin justificación alguna de su existencia, con total aislamiento social. Sólo si la mayoría de la sociedad vasca les demuestra que 'están solos' y que 'no tienen salida posible', puede acabar la violencia en Euskadi.

También por eso, el pacto catalán es importante: es una advertencia a posibles tentaciones autóctonas de que en Cataluña el terrorismo no tiene salida posible y que cualquier grupo que pretenda utilizarlo se encontrará en la más absoluta soledad.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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