Nuestro señor el gen
Hay gran alegría, y es lógico, porque sabemos algo más de nuestro señor el gen. Sigo enseñanzas (sin necesidad de creerlas) del catedrático en Oxford de Entendimiento de la Ciencia Richard Dawkins. Algunos de sus libros están editados en español: se le lee con facilidad -su profesión es hacer entender la ciencia- y con mucho interés. En El gen egoísta y en otras obras explica una idea fundamental: nosotros sólo somos los portadores de genes, y ellos son los dueños de la vida. Es lo más reciente de una larga carrera de minimización de la persona que empieza más o menos con Galileo; la Tierra no es el centro del universo, el hombre no es el centro de la Tierra; en ningún caso es divino, ni siquiera hay divinidad; la persona ni siquiera es ella misma, sino que un huésped desconocido la manda, la dirige, la atormenta: el inconsciente, o el subconsciente.
Digo siempre 'la persona' por no decir el hombre como si la mujer fuese una dolorosa secundaria costilla; pero es interesante advertir que el hombre está teniendo un descenso más rápido en su papel de primer ser de la creación y en su condición humana. Si hace unos días comenté la disminución progresiva del tamaño del pene y el fastidio, decrecimiento, pereza y timidez del espermatozoide, hoy hay que añadir un dato más a la decadencia: estos genetistas descubren que el cromosoma de la virilidad, el Y, va disminuyendo también de tamaño y se aloja donde puede. Sería raro que todo fuera por casualidad, o sólo por influencia de las costumbres.
El 'gen egoísta' puede estar dirigiendo esta gran operación. No sé cómo va a responder a estas intenciones de modificarlo o de rectificar su elaboración del destino de cada uno y de dirigir a la persona a la que manda (ejemplo de Dawkins: el altruismo, el cariño paternal y maternal por el hijo, no tiene más motivo que proteger el sistema genético creado por la unión de otros dos al 50%). O quizá sea él quien nos manda trabajar así.
Conviene advertir de que no hay razón para creer a Dawkins; ni siquiera para tomar por absolutos los descubrimientos hechos hasta ahora. Tiene razón un hombre de la Comisión Episcopal al advertir de que esto no es todo -sin negarlo; desde Galileo tienen miedo- sino que por encima hay un misterio. Pero no hay razón para creer a la Conferencia Episcopal, o hay muchas menos que las que se pueden tener para creer a Dawkins y a los genetistas. Incluso no hay ninguna. Y, en todo caso, no hay por qué dejar de vivir como vivimos; si es posible, mejor.
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