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Columna
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En la cucaña

Tenía que ser así, a lo grande y a bordo de un libro políticamente mollar, como el presidente Eduardo Zaplana acreditase en Madrid sus legítimas expectativas de sentar plaza en la corte. Nada de improvisaciones ni de paellas monumentales amenizadas con alardes pirotécnicos al valenciano modo. Un libro confeccionado a la medida de la oportunidad junto a una calculada preparación del evento a fin de que no faltase nadie de los llamados a la cita y que los medios de comunicación se nutriesen abundantemente de ella. Tales han sido los pertrechos. Que se recuerde, desde esta parcela comunitaria ningún político había hecho un desembarco tan perfilado y brioso en el coto donde se disputa el poder. Ambición, sentido de la oportunidad y cierta dosis de impudor, todo hay que decirlo, han propiciado el suceso, que marca ya un precedente.

A toro pasado da la impresión de que el episodio era poco menos que un trámite con un feliz desenlace cantado. Y no ha sido así, a nuestro juicio. Tan sumaria conclusión mermaría los méritos de su protagonista, que con tanto esmero, sabia administración de los tiempos y acertada elección de los apoyos -políticos y mediáticos- ha planificado el proceso. Zaplana se lo ha trabajado casi desde que puso los pies en la Generalitat y, muy especialmente, desde que sintió colmados sus entusiasmos autonómicos y se vio con arrestos sobrados para tentar más altas cotas. ¿Por qué no? Presenta una brillante hoja de servicios, no ha perdido un ápice de sus dotes persuasivas e incluso tiene tiempo por delante para aprender un idioma y afinar sus recursos intelectuales. Con menos mimbres lo han intentado y conseguido otros.

La mayor parte de los comentaristas lo sitúan en la carrera por La Moncloa. Lo que sea se verá, pero la verdad es que el Molt Honorable ya está en otra dimensión política, con otras reglas de juego y muy otros adversarios. A nadie se le oculta que el Madrid del poder y de las maniobras en alta escala es un universo muy distinto del que bulle a la vera del Miguelete. Los cuervos de la capital del reino convierten en cándidos pitufos a la fauna indígena, que ni siquiera inquieta ya a Zaplana. Éste ha colgado prácticamente y tiempo ha el cartel de cese de actividad por cambio de negocio. Los observadores se preguntan cómo se las compondrá en ese circo de más duros e implacables concurrentes. Pero los observadores olvidan que, a fin de cuentas, Zaplana ha sido siempre uno de ellos y que su tránsito por el gobierno valenciano, además de servirle de banco de pruebas provisorio e idóneo, no le ha dejado la menor mácula negativa. Vaya, que si no lo proclama, nadie lo tomará por un hijo de esta tierra, lo que a menudo y en asuntos de Estado tiene sus ventajas.

Sin mácula, decimos, pero confiamos en que su experiencia autonómica le haya afinado la sensibilidad acerca del fenómeno nacionalitario español y valenciano en particular. El aludido libro que le ha servido de tarjeta de presentación aborda al parecer este entuerto y hemos de suponer que, en alguna medida, será portavoz de no pocos problemas y aspiraciones periféricas, por lo general ajenas y lejanas al clan gobernante en la Villa y Corte. En este sentido, la consolidación política de Zaplana en aquellos lares y con mando en plaza puede contribuir a tender puentes y profundizar procesos de autogobierno en el puzzle nacional.

Sumado, pues, a la cucaña por el poder central, queda oficiosamente abierta la carrera por el relevo en la Generalitat. A partir de ahora será poco menos que imposible no interpretar en clave sucesoria los gestos y movimientos de Zaplana como de los presuntos aspirantes o delfines. Al presidente no le gustará que se abra este melón sucesorio, pero es un efecto colateral inevitable asociado al que él mismo ha provocado en las crujías madrileñas. Quizá no haga falta que alguno de ellos escriba un libro para que conozcamos al postulante o tapado.

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