'Glamour' = exorcismo
Me cuenta un colega, periodista de televisión, que la última obsesión de sus jefes es que lo que salga en pantalla tenga 'glamour'. El mismísimo consejero de Cultura de la Generalitat, Jordi Vilajoana, pidió hace unos meses más 'glamour' a las actrices catalanas, empeñadas, según él, en ir por el mundo en camiseta y vaqueros. Y hasta algún manual para ejecutivos agresivos les recomienda potenciar el 'glamour', el suyo y el de sus productos. Hace poco escuché a unos jóvenes que discutían sobre si determinada excursión tenía o no glamour. Ayer, una amiga, periodista de moda, sostenía que el éxito del teléfono móvil es que ofrece glamour, y al tiempo que consideraba que quien no tiene estrés es incapaz de entender lo que es el glamour, lanzó esta insidiosa y desesperada afirmación: 'Sin glamour no somos nada'. Es, claro está, la filosofía de las revistas de modas, pero que ahora se ha trasladado a todos los órdenes de la vida, ¿o no?
Efectivamente, no puede decirse que los inmigrantes encerrados en las iglesias barcelonesas y del resto de España tengan mucho glamour. O que los impuestos que piensa aplicar el ministro de Hacienda para resolver el despropósito de las vacas locas y el del sueldo de los funcionarios, entre otras urgencias, sean un símbolo de glamour. Tampoco parece tener glamour el drama desencadenado en la India por la implacable naturaleza, ni el hambre y la desnutrición de millones de africanos. En cambio, es evidente el glamour concentrado en Davos, o en los premios Goya y en la Liga de Fútbol, o hasta en el entierro del padre de Rociíto. Sin embargo, este descarte nos sirve de muy poco para entender en qué consiste eso del glamour, que no es siquiera una categoría periodística, a menos que concedamos que las catástrofes tienen el glamour de negar el glamour, cosa propia de una sofisticación sin límites, hoy perfectamente verosímil.
Cuando se reclama glamour se pide, pues, algo que no se sabe en qué consiste y que, todo lo más, nos recuerda el gancho que podían tener Marilyn Monroe y Rita Hayworth, heredado del Hollywood de la década de 1930, que fue el que recuperó la palabra por la ambigüedad que encierra. Todo lo cual es, justamente, lo más propio de nuestro tiempo: hablar sobre lo que se ignora o de lo que se ha convertido en un mito.
Posiblemente, el éxito actual de la palabra glamour proviene de su propia indefinición, su misterio, a la vez que la connotación de prestigio indeterminado que se concede a todo lo glamouroso. La gente adivina, intuye, que el glamour tiene que ver con el atractivo, el encanto, o como dicen los americanos, con la fascinación y el hechizo. El glamour es ese plus irresistible de los elegidos. Una cosa muy clasista, desde luego, y propia de momentos de extremo conservadurismo, como hace notar Borís Izaguirre en su divertido libro Morir de glamour (Espasa), con el que se sitúa en lugar destacado entre todos los aspirantes a ser árbitros del glamour, que es una de las profesiones más glamourosas del presente.
La indocumentada genealogía de la palabra glamour es también otro mito. Prestigiosas enciclopedias británicas divulgan su origen escocés, derivado del gramar latino que dio origen al término gramática. No sólo Borís Izaguirre, sino también el último filósofo (alemán) de culto, Peter Sloterdijk, catedrático de Estética en la Universidad de Karlsruhe, dan por buena esa teoría que recogió Walter Scott. Pero nada más lejos de la gramática que el espíritu mágico del glamour. Y nada más lejos del glamour que buscar explicaciones y causas a su nombre.
Sin embargo, intrigada por el asunto y ayudada en la búsqueda por mi amigo Manuel Serrat, traductor profesional, he llegado a un insólito territorio en el que situar el origen del glamour: la pre-Cataluña, nada menos. Los provenzales ya hablaban, al parecer, del glai d'amour para designar lo que en francés se diría frisson d'amour (estremecimiento de amor). ¿Significa glamour ese arrebato de amor que produce la fascinación de lo inexplicable ante la que quedamos anulados? Si así fuera, el actual sería un tiempo en el que lo único que nos importa es provocar arrebatos de amor, tal vez para impedir tantos arrebatos de odio o de indiferencia. En ese caso, el glamour sería un puro exorcismo. ¿Por qué no?
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