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Columna
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Regla y excepción

El criterio de la máxima proximidad del poder a los ciudadanos, de cuyos problemas se tiene que ocupar, suele ser aceptado como canon con el que valorar la organización de los sistemas políticos. Cuantos más problemas entren dentro de la competencia de las autoridades que están más próximas a los ciudadanos, tanto mejor organizado estará el sistema político de que se trate. Lo que pueda hacer el municipio, no lo debe hacer la comunidad autónoma. Lo que pueda hacer la comunidad autónoma, no lo debe hacer el Estado. Y lo que pueda hacer el Estado, no lo debe hacer la Unión Europea.

No cabe duda de que a favor de este criterio juegan argumentos no despreciables. A medida que aumenta el tamaño del sistema político aumenta también la heterogeneidad de las posiciones en las que se encuentran los ciudadanos que constituyen el cuerpo electoral, se dificulta la constitución de una opinión pública sobre las decisiones políticas y se hace más difícil el control de los gobernantes. De ahí que sea preferible un sistema político en el que se reconozca una distribución territorial del poder, como el que introdujo en España la Constitución de 1978, que otro en el que no se reconozca dicha distribución, como ocurría en España antes de esa fecha.

Ahora bien, ello no quiere decir que la distribución territorial del poder y la consiguiente mayor proximidad del mismo a los ciudadanos sea buena siempre. Puede ocurrir que en determinados asuntos no lo sea y que en tales casos de la misma puedan desprenderse consecuencias indeseables.

En los últimos meses hemos tenido ejemplos de esto último de muy diversa naturaleza, sobre los que creo que vale la pena reflexionar.

Hemos podido ver, por ejemplo, cómo la extrema descentralización del proceso electoral en los Estados Unidos ha llevado hasta el esperpento un acto político de tanta importancia como la elección del presidente de la federación. El espectáculo de papeletas electorales distintas no sólo en cada unos de los cincuenta estados, sino en cada una de las circunscripciones electorales de cada uno de los estados con unas consecuencias de todos conocidas, pienso que es un buen ejemplo de que el criterio de la máxima proximidad no tiene por qué ser siempre el mejor. Estoy seguro de que nadie en su sano juicio discutirá que sería mucho mejor, tanto desde el punto de vista de la fiabilidad del proceso electoral como de la consiguiente legitimidad del resultado, que hubiera un sistema de elaboración de las papeletas y de recuento que fuera uniforme en todos los estados de la Unión o, como mínimo, en el interior de cada uno de los Estados. Es más que probable que ésta sea una de las consecuencias que se extraiga de las pasadas elecciones.

Pero no tenemos necesidad de irnos a Estados Unidos para comprobar que la regla de la máxima proximidad puede ser nociva. La crisis de las vacas locas es, posiblemente, el mejor ejemplo de las consecuencias indeseables a las que dicho criterio puede dar lugar.

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Cuando a un problema como ése se le da una respuesta local, en este caso, una respuesta estatal, las decisiones gubernamentales tienden a traducir de manera inmediata los intereses económicos del sector afectado. En un mundo tan competitivo y tan interconectado como el que vivimos, no hay Gobierno nacional que pueda resistir la presión de sus ganaderos o fabricantes de piensos, con el consiguiente riesgo de exportación y extensión del problema. La proximidad del poder al problema en lugar de ser una garantía de respuesta acertada, se convierte en todo lo contrario. Únicamente un poder alejado del mismo puede actuar con la independencia requerida. El empecinamiento del Gobierno inglés en defender su soberanía para dar respuesta a la crisis de las vacas locas, ha acabado convirtiéndola en una crisis europea.

Pero si de la Unión Europea pasamos a España vemos que el problema vuelve a repetirse. Esta semana hemos tenido conocimiento de la investigación efectuada por la Guardia Civil acerca del cumplimiento/incumplimiento de la normativa europea y española sobre las vacas locas. Y nos hemos enterado de las dificultades que el Seprona ha encontrado en prácticamente todas las comunidades autónomas para llevar a cabo su investigación. Las comunidades autónomas reproducen en el interior del Estado el comportamiento de los Estados, de todos los Estados, en el interior de la Unión Europea. Pues no solamente ha sido Inglaterra la que ha actuado incorrectamente. Hemos sabido estos días que el Ministerio de Agricultura español envió una carta airada a la Unión Europea protestando por su inclusión entre los países de riesgo. A los seis meses empezarían a aparecer los casos de vacas locas en España. Este es un terreno en el que nadie puede tirar la primera piedra. Si España, o Francia o Alemania, se hubiera encontrado en la situación en que se encontró Inglaterra, su respuesta hubiera sido similar. Y lo mismo cabe decir de las comunidades autónomas. Éste es un asunto en el que la proximidad del poder al problema en lugar de ser un criterio de acierto se convierte en un obstáculo insuperable para su solución.

Obviamente, esto no quiere decir que no esté de acuerdo con la distribución competencial que articulan la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Me parece que es preferible que sean las comunidades autónomas y no el Estado las competentes en materia de agricultura y de sanidad. Está bien que ésa sea la regla. Pero, como es sabido, no hay regla sin excepción. Y cuando la excepción se presenta, es importante identificarla primero y actuar en consecuencia después. Lo que quiere decir, por un lado, que las comunidades autónomas tendrán que aceptar una mayor intervención del Estado en la respuesta que debe dársele al problema, pero también, por otro, que el Estado no debe aprovechar la ocasión para recuperar competencias asumidas estatutariamente por las comunidades autónomas. La crisis de las vacas locas debe ser la excepción que confirma la regla. Esperemos que así sea entendida.

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