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Tribuna
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Pistas para releer

Desconozco el estado de la cuestión, pero hace un tiempo la generación de los 50, sobre todo en el campo de la novela, estaba formada por un puñado de esforzados sísifos a los que sólo les fue dado subir una vez la piedra a lo alto de la montaña. Y la piedra no era una obra depurada de aditivos extraliterarios, sino una puesta al día del atávico atraso cultural español. Que la muerte de muchos de ellos fuese prematura o llegara antes de que pudieran ejercer un efectivo magisterio ante las jóvenes generaciones, quizá sea la causa de que sus descendientes empujen ahora un pequeño guijarro entre torrentes de ignorancia interesada y bagatela de gacetilla periodística y bufonada comercial. La auténtica piedra sigue al pie de la montaña y sólo los espantajos que gustan de sacarse en procesión a sí mismos y cantarse saetas (da igual que sea El Gran Poder Ninguneado, aquí, o El sol se paró a mirarme, allá: el delirio es el mismo) podrían sentar una especie de cátedra sobre la que discutir. Pero no hay tal, y nadie puede debatir, desarrollar un concepto o tomar una referencia sobre nada, sobre la Nada. Luego está Benet. El esfuerzo de Benet, como antes, o de modo simultáneo, el de Martín Santos, es, al margen de la inspiración literaria de cada cual, el de traducir al español cierta modernidad anglosajona. Benet traduce a Faulkner y a su tradición, y sospecho que si ha ejercido una influencia sólida entre los escritores más jóvenes es debido a que las cadencias y desarrollos faulknerianos, además de resultar (¿por qué no decirlo por su nombre?) pegadizos, pueden ocultar, tras una coraza de acero, tanto la mejor literatura como los más triviales contenidos de novela rosa en ambiente cosmopolita.

En este reparto imaginario de tareas de aggiornamento, a García Hortelano le tocó la modernidad francesa. Sus dos primeras novelas son una mixtura de técnicas del noveau roman con ciertas prioridades sociales de la época. En su obra maestra, El gran momento de Mary Tribune, entra el espíritu de Céline y la suprema desinhibición cómica, una muestra de genio que hace tres décadas estaba poco valorada, y ahora también. A partir de la incomprendida Los vaqueros en el pozo, García Hortelano enlaza directamente con el mundo de OuLiPo, con el 'más allá del más allá' y, en sentencia de Jarry, 'sólo la letra es literatura', a las que añade un mundo personal muy sabio y, sobre todo, distinto. ¿Alguien puede discutir el parentesco de Gramática Parda con Zazie en el metro? Como por desgracia cierta metaliteratura no se vende con facilidad en nuestros escaparates y García Hortelano resultaba un personaje entrañable que ni siquiera tocaba la trompeta como su amado Boris Vian, nuestro autor pasó a ser un casi amable y a veces incomprensible crítico de aquella burguesía que si entonces era horriblemente vacua, ahora también. Él no se encargó de negar su puesto de tío Juan porque, a diferencia de la mayoría, era amable donde hay que serlo, en la vida. Sin embargo, sus artículos, sus comentarios literarios, estaban llenos de pistas que ahora nos toca descubrir para después, y enseguida, releer a García Hortelano como se merece.

Francisco Casavella es escritor.

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