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Columna
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Sombras del pasado

'Efectuada la votación, dio el siguiente resultado: votos emitidos, 314; a favor, 314'. En contadas ocasiones se ha mostrado el Congreso de los Diputados tan unánime como en la sesión de 16 de septiembre de 1999. El motivo de tan extraordinaria unanimidad fue la proposición de ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, presentada por todos los grupos parlamentarios: nadie propuso enmienda alguna; nadie formuló la más leve objeción. Por el contrario, todos los portavoces coincidieron en resaltar, como dijo la señora Lasagabaster, el espíritu de consenso y de unanimidad que había hecho posible, no sin grandes esfuerzos, la aprobación de aquella ley. La misma diputada de EA había recalcado lo 'terriblemente importante' que era continuar así, observación que no desmintió la diputada del PNV, Uría Echevarría, cuando mostró la satisfacción de su grupo porque el esfuerzo de todos había hecho posible la tramitación rapidísima de aquella ley, destinada a rescatar del olvido a todas las víctimas del terrorismo.

Fue, por lo demás, el lenguaje empleado por el portavoz del Bloque Nacionalista Galego, cuando habló de pacificación, diálogo y comprensión mutua entre los ciudadanos del Estado español; de Coalición Canaria, cuando destacó el consenso como un principio político ennoblecedor; de CiU, cuando insistió en el reconocimiento de toda la sociedad a las víctimas del terrorismo que 'nos están reconciliando con la libertad, la convivencia, la tolerancia, la democracia'; de IU, cuando entendió el acuerdo como una apuesta por la normalización definitiva; del PSOE, cuando habló de la generosidad mutua como un requisito de toda reconciliación que mire al futuro; del PP, cuando se refirió a las víctimas como un patrimonio común, al abrigo del juego dialéctico entre Gobierno y oposición.

Hay que remontarse al debate del proyecto de Ley de Amnistía, celebrado por las Cortes elegidas en junio de 1977, para encontrar un lenguaje similar. Allí se pudieron escuchar las mismas cosas, desde la celebración de la unanimidad con la expresa renuncia de protagonismo por ningún grupo hasta la exigencia de una ley que borrara el pasado como una apuesta por la reconciliación hacia el futuro. ¿No se habían percatado los diputados de 1977 de los efectos de aquella ley que aprobaban en medio de un regocijo general? ¿No se han percatado los diputados de 1999 de que los beneficios de esta ley se extendían a todas las víctimas del terrorismo desde el 1 de enero de 1968? Flaco favor sería imputarles tamaña inconsciencia. Lo sabían, claro que lo sabían, entonces como ahora. Entonces lo aceptaron como el precio que era preciso pagar para dar por liquidada una dictadura. Ahora lo aprobaron porque sin una ley como ésta, o muy similar, no será posible dar por cerrada la historia de terror que ETA lleva escrita desde hace más de 30 años.

Pues lo que está implícito en la Ley de Solidaridad con la Víctimas del Terrorismo, la interpretación que impone el contexto de su aprobación, es que se trata de una especie de borrón y cuenta nueva. Hasta el 16 de septiembre de 1999 todas las víctimas son iguales, viene a decir esta ley. Lo que hace dos años parecía desistimiento definitivo de ETA, su renuncia a seguir matando, es lo único que explica ese contenido y el consenso de que se vio rodeada su aprobación: que ETA hubiera dejado de matar igualaba en cierto modo a los muertos y permitía a todos echar sobre el pasado una mirada en la que la voluntad de reconciliación se imponía como punto de partida de un proceso de pacificación que exigiría en algún momento la incorporación de miembros de ETA a la vida civil. Pero con el retorno de los asesinos esa voluntad ha saltado por los aires y con su voladura se ha hecho insoportable que un torturador pueda ser considerado como una víctima del terrorismo igualada por la muerte a todas las demás. Mientras la muerte siga reinando, las sombras del pasado seguirán pesando con su insoportable carga sobre los vivos.

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